Erase Una Vez

Erase una vez, hace mucho, mucho tiempo, tanto que se pierde en los lejanos horizontes de la historia, los seres humanos surgieron en un único planeta. Y como…

- Jo, papá. Eso no hay quien se lo crea. ¿Solo había hombres en un planeta?

Levanté la vista del libro y miré a mi hija a esos ojos verdes, atentos a cualquier detalle.

- Me has pedido que te contara algo que pasara de verdad, y no una historia inventada o un cuento-, respondí severamente-. ¿Acaso crees que miento?

- No, pero es difícil de creer…

- Pues es cierto. ¿Y ahora me dejas continuar? -, sin esperar su respuesta baje la vista y continué leyendo:

Y como podían, comenzaron a someter a su entorno y aprendieron como permanecer vivos cada vez más tiempo y prosperar. Y lo hicieron bien. Fue así como su número comenzó a crecer y pronto no hubo espacio para todos.

Con lágrimas en los ojos, muchos de los hombres de aquel lugar tuvieron que abandonar sus casas y se fueron lejos, guiados por sus instintos, repitieron sus acciones y pronto fueron demasiados, y todo se repitió. Cada vez eran más y cada vez aumentaban su número cada vez más rápido.

Tras siglos y siglos repitiendo el proceso sin cambiar demasiado sus costumbres, acabaron por llenar todo el planeta natal. Y como ya no quedaron nuevos lugares a los que escapar, se vieron obligados, por primera vez, a enfrentarse de verdad con el problema. Y aunque no sabían cómo hacerlo, lo intentaron.

Dictaron leyes, estudiaron su mundo hasta el más mínimo detalle. También estudiaron lo que lo rodeaba y como aprovecharse de ello. Aprendieron, pero no tanto como para escarmentar, así que acabaron sufriendo.

Y sufrieron mucho. Hambre. Violencia. Enfermedades. El Planeta Natal llegó a estar agonizante.

- ¿Y por qué no se iban a otro planeta?- volvió a interrumpirme con su insistente voz.

- Intenta entender que en aquella época aún no había otros planetas donde los hombres pudiesen vivir, Isea-, y volviendo a leer el viejo libro de historias, continué.

Como sucede siempre que algo agoniza, acabó por morir. Apenas quedaban ya plantas y los animales eran escasos y se usaban como decoración y mascotas de la élite. La gente estaba apelotonada en las grandes urbes y apenas había sustento para todos. La tecnología no era suficiente como para mantenerlos acallados y al final sucedió. Estalló la Gran Revuelta.

Guerra y sangre. Bombas y Hambre. Redujeron su número con rapidez y una eficacia nacida de la experiencia de milenios de luchas. Pero no fue la solución, porque al mismo tiempo que se solucionaban los inconvenientes de la excesiva población, destrozaron sin remedio su propio hogar, haciéndolo inhabitable para el ser humano y las pocas plantas y animales que aún subsistían.

Los estériles paramos se extendían por todos los antes fértiles horizontes. Fueron pocos los millones que sobrevivieron, de los otrora decenas de miles de millones que se apelotonaban en la superficie. Así decidieron que embarcarían en unas pocas y gigantescas cavernas artificiales que, finalmente, partieron hacia las estrellas.

- Pero acabas de decir que no había otros planetas donde pudieran vivir-, volvió a interrumpir aquella sempiterna voz.

- Y no había otros planetas en aquel sistema. La casualidad los llevó a encontrar uno a años luz de distancia-. La miré un segundo y supe lo que iba a decir, así que la atajé -, y no. No podían realizar saltos en aquella época y sabían que tardarían siglos en llegar a aquella estrella. Déjame seguir con la historia.

Durante décadas convivieron con penurias, hambre y luchas internas en aquellas colosales naves. Y cuando por fin parecía que la humanidad surgiría unida entre sus cenizas, se volvió a caer en las viejas costumbres y las naves se dividieron y lucharon entre sí. Pero esta vez no hubo bombas, guerras ni muertes en masa. Solo tensiones, desconfianzas y algunas pocas muertes de agentes y soldados que se sucedieron en secreto y solo se mencionaban entre susurros en la oscuridad de las salas de mando y control.

Tres bandos se formaron y las naves se dividieron. Los más fanáticos y numerosos con diferencia, eran los que se autodenominaban “demócratas”. Su fanatismo religiosos hacía que solo siguieran una única fe, aunque con muchas variaciones menores de la misma, que hacían que se marginasen entre si y se dividieran en muchas otras facciones internas que pugnaban constantemente por el control de su gobierno. Intentaban expandir sus versiones de fe por todos los métodos posibles, ya fuesen éticos, pacíficos o todo lo contrario.

- Pero si creían todos los mismo, ¿Cómo es que se peleaban entre sí?-, interrumpió con una mirada inquisitiva. Siempre me desarmaba esa mirada, que parecía ser capaz de entenderlo todo.

- Esa es una buena pregunta-, miré hacia el techo e intenté hacer memoria-. Verás, Isea. Estaban convencidos de que solo ellos tenían razón y los otros no. No les importaba que lo que creyeran fuese casi igual. Vivian con una envidia constante a sus vecinos, con el temor de perder lo que tenían y necesitaban despreciar a los que pensaban distinto y temerlos. O eso creo recordar.

- Ya… -, pareció meditarlo un rato-. Sigo sin entenderlo. Pero de todas formas, ¿en qué creían?

- Otra buena pregunta -, le acaricié la cabeza-. Pregonaban que existía un dios único y que solo ellos eran los verdaderos seguidores de su profeta. Tenían también una serie de semidioses, aunque no los llamaran así, que eran seres humanos que habían muerto y, según ellos, sus acciones habían sido tan meritorias que habían conseguido ascender por encima del resto.

Se quedó pensativa un buen rato, intentando asimilar lo que le había intentado explicar, pero como vi que no iba a decir nada más continué con el relato, e inmediatamente salió de su ensimismamiento y escuchó atenta.

Los siguientes eran los “corporativistas”, un grupo enorme de empresas y fabricas que insistían en mantener una sociedad basada en un capitalismo feroz y competitivo. Vivian por y para el dinero. No les importaba demasiado lo que tuvieran que hacer para conseguirlo y sus ideas, pensamientos y moral se adaptaban y retorcían con rapidez para conseguir más y más riquezas. Pero su poder no radicaba en su número, sino en su gigantesca capacidad industrial, que aun con los limitados recursos que podían reciclar, capturar o incluso robar en el espacio interestelar, hacían trabajar sin descanso produciendo una y otra vez lo mismo.

- ¿Dinero? ¿Consideraban lo más importante el dinero?

- Pues si-, sonreí-. Creían que era lo que les daría todo lo que quisieran.

- Pero si hasta Ton sabe que eso es mentira-, dijo escandalizada señalando a la pared. Al otro lado dormía ya hacía tiempo su hermano pequeño-. El dinero no lo puede conseguir todo.

- Tú lo sabes. Yo lo sé. Pero ellos creían que así era. Cuanto más dinero tuviesen, y más cosas pudieran comprar, mejor se sentían. Y para ellos, absolutamente todo estaba en venta.

- ¿Todo? -, preguntó exceptiva.

- Si todo. Hasta se compraban y vendían personas como si fuesen cosas -, le dije muy serio. Y con los ojos abiertos como platos por el asombro no dijo más. Esperé un rato y volví la vista hacia el libro.

Y por último estaban los que se llamaban “scienócratas”, el grupo menos numeroso y en apariencia más débil. Eran apenas una pequeña fracción de la flota, muy pocos en número, al principio dispersos y con apenas recursos, pero lograron agruparse y subsistir viviendo el día a día con lo mínimo. Aunque no sin problemas. Su industria que consiguieron crear no era tan poderosa como la de los corporativistas, ni sus soldados y trabajadores tan fanáticos como los demócratas. Pero destacaron en su peculiar educación y la gran calidad de esta. Mientras los otros grupos dejaban que los padres fuesen los responsables de la educación de los niños, los scienócratas, al no poder permitirse desperdiciar ni siquiera un poco de esfuerzo en alguien que no rindiera al máximo en todo momento, dirigían los nacimientos, la educación y los trabajos con severidad, rigor y una objetividad absoluta que se cultivaba con esmero.

La miré, esperando que dijese algo, pero al final no dijo nada y seguí leyendo en alto.

La tensión iba creciendo con los años, y había ya suficiente como para que hubiesen estallado varias guerras. Pero la cordura parecía imponerse pese a las tensiones internas de las tres facciones. Las naves flotaban en el espacio muy cercanas entre si y, sin poder maniobrar por falta de la energía necesaria, cualquier ataque sería un suicidio. La órbita que las alejaba del Planeta Natal había sido trazada hacía muchos años y por aquella época los viajes entre estrellas, aun a las más cercanas, se contaban por siglos, por lo que no tenían medios para evitar permanecer juntos.

Como no podían atacar sin ser aniquilados rápida y completamente por sus rivales, ningún bando se decidía a hacerlo y esperaban a su vez, el ataque de las colonias vecinas. Hubo muchas tentativas a establecer alianzas, pero todas sin éxito alguno. La moral, filosofía y política de cada grupo se había distanciada y ya era demasiado distinta a la de las otras facciones como para permitir cualquier tipo de acuerdo.

Noté como Isea asentía con convicción, como si no hubiera habido otra posibilidad.

Los demócratas enviaban siempre a sus legados a otras naves, medio emisarios y medio predicadores. Los corporativistas tenían a sus mercaderes, que intentaban dar pequeñas ventajas y atraer para sí los mayores beneficios a cualquier precio. Y por último estaban los embajadores de los scienócratas, unos pocos duramente educados y entrenados elegidos, cuya única misión era conseguir mantener a salvo a sus naves y que en el grupo no acabara aniquilándose en una matanza que sabían no beneficiara a nadie.

Esta situación perduró durante las frías centurias en las que estuvieron flotando en el espacio. Hubo numerosas crisis, tensiones que aumentaban y disminuían. Y así fue que la flota acabó por llegar al nuevo sistema, que contaba con varios planetas fértiles y habitables para que las colosales naves pudieran dejar su carga humana. Así se había dispuesto al principio del viaje, y fue así como sucedió. Las naves comenzaron a frenar lejos del sistema para poder ponerse en órbita con seguridad y establecerse en los planetas que serían su nuevo hogar.

Pero los scienócratas no lo hicieron. Voluntariamente alteraron la programación de las naves y continuaron su viaje rumbo a otro sistema cercano, que habían descubierto por el camino y logrado mantener en secreto. Solo tenía un planeta habitable, pero era más adecuado a los planes que se habían urdido durante el último siglo de viaje. Así pues, mantuvieron fijo su rumbo sin aminorar y pronto dejaron atrás al resto de naves que se disponían a aterrizar en los planetas más cercanos.

- ¿Y siguieron durante años en el espacio? -, casi gritó.

- Tssss, baja la voz que ya es tarde-, le regañe. Tenía un poco de claustrofobia, así que no me extrañaba que le diera reparos la idea de pasar años encerrada-. Sí, pero ellos habían pasado toda la vida en el espacio, así que no les suponía mucha diferencia. ¿Puedo seguir?

Con curiosidad los demócratas y corporativistas, vieron seguir su rumbo a las naves scienócratas, y con gran gozo vieron que ignoraban por completo las lunas y planetas que les correspondían por sorteo. Así felicitándose por la suerte que tenían, se lanzaron voraces a establecerse en sus planetas y poder ocupar rápidamente las lunas que restaban.

Antes incluso de que las naves llegaran a aterrizar, los meritócratas iniciaron la segunda parte de su plan. Encendieron los motores y aceleraron directos hacia la estrella para catapultarse lejos del sistema. Durante años habían estudiado, calculado y finalmente modificado los motores de sus naves, centrándose en poder hacer que rindiesen más con menos energía. También hicieron nuevos cálculos para trazar las rutas y analizaron las décadas de viaje que tendrían por delante.

Los setenta años de viaje de los scienócratas transcurrieron sin incidentes, y todo sucedió con una gran calma, pero las otras dos facciones no tuvieron una época tan tranquila. Se asentaron en sus planetas con rapidez y precariedad, en una carrera abierta por conseguir más posesiones que la otra facción. La sorpresa de tener nuevos espacios disponibles alteraron gravemente sus planes, más por la sorpresa que por la falta de recursos para hacerse cargo de ellos, y esta hizo que su expansión por ellos fuese caótica.

De ese modo, con rapidez y precariedad, se fundaron varias naciones. Los corporativistas fundaron La Republica y las diversas naves demócratas fundaron pequeños países y regiones de nombres ya olvidados, aunque no pasó mucho hasta que acabaron renunciando al arcaico significado de su nombre y finalmente surgió una única facción que se hizo llamar El Sagrado Imperio. De este modo, cuando no había pasado ni un siglo desde el aterrizaje, sus ciudades apenas si estaban establecidas y comenzando a expandirse nuevamente, su orden social establecido con cierta firmeza, acabó por estallar una guerra por la posesión de las nuevas tierras.

- ¿Otra guerra? ¿Pero es que son tontos?

- Si, en cierto sentido si que lo eran.

- ¿Eran? -, preguntó preocupada-. ¿Qué les pasó?

- Todo a su tiempo.

La población seguía favoreciendo al Imperio, que rápidamente se extendió por muchos continentes y lunas. Asimismo la Republica, con los nuevos recursos a su alcance, producía cantidades cada vez mayores de productos de consumo y material bélico. La guerra fue inevitable, pero esta vez, ambos bandos se cuidaron mucho de sufrir las consecuencias en los centros vitales y de producción como había pasado otrora en el Planeta Original, hacía ya más de veinte generaciones.

Pequeños y grandes ejércitos lucharon, se perdieron y ganaron lunas inhabitables y planetas inhóspitos. Pero las habitadas zonas de los fértiles planetas principales seguían prosperando, sin demasiadas calamidades. La guerra se hizo sempiterna y lejana, un aspecto más de la vida cotidiana, los soldados morían, y las naves se perdían, pero parecía que todos acabaron por pensar que era una ley natural e inquebrantable.

Mientras, al mismo tiempo que las otras facciones comenzaban con su interminable lucha, los scienócratas llegaron a su nuevo hogar. Un pequeño sistema con un planeta verde y azul de vegetación y vida animal muy parecida a la que el planeta natal tuvo millones de años atrás. Sin aminorar mucho su velocidad, se desplegaron escuadras de cartografía en la zona más externa del sistema y comenzaron a buscar materiales valiosos en las pocas lunas y planetas de aquellas alejadas regiones del sistema mientras el grueso de la población se dirigía a establecer sus nuevos hogares.

- Aquí no lo dice pero, ¿sabes cómo se llamó a aquel sistema?-, le pregunté.

- ¿“Lare”?-, dijo con un ligero todo de sorpresa en la voz. Asentí y continué leyendo mientras ella sonreía complacida por su agudeza.

Las enormes naves, encendieron de nuevo sus motores y empezaron a frenar, aprovechando las fuerzas de la estrella, acercándose a ellas para poder completar un recorrido adecuado para entrar en órbita del único planeta que habían escogido. Desde allí y en años sucesivos, colonizarían el resto del sistema.

Cuando aquellas inmensas estructuras bajaron una tras otra en otras tantas ubicaciones cercanas entre sí. Ya no había opción, no podrían volver elevarse al quedarles apenas un rastro ínfimo de energía. Pero al menos servirían de viviendas, industrias básicas y materia prima para comenzar las expansiones.

Por primera vez en casi un milenio, los ocupantes de las cavernosas naves salieron a la superficie de un planeta. Pero no como otrora lo hicieran sus ancestros en el Planeta Natal. Durante los fríos siglos los scienócratas habían desarrollado nuevas ideas y teorías, pero también calcularon y planearon cada paso a dar con minuciosidad. Su plan era meticuloso a la vez que flexible, no crecerían sin control, lo harían poco a poco y de manera cuidadosamente estudiada y analizada. En su cautela, se expandirían a la velocidad que se estimaran más adecuada en cada momento.

Así y en solo medio siglo de constante y laborioso trabajo, los esfuerzos comenzados hacía tanto tiempo en las naves cristalizaron en la Federación Meritócrata. Todo aquel sistema estaba…

- ¿La Federación nació así?

- No exactamente, pero más o menos, si. Ya te lo explicarán mucho mejor en clase-, intenté atajar. Pareció funcionar y seguí con la historia.

Todo aquel sistema estaba ya poblado, y aunque podía albergar a muchísima más población que la que ahora lo ocupaba, todos los planetas y lunas del sistema tenían una población eficiente y que crecía a un ritmo constante pero calculado. Colonias mineras florecían, tanto en las lunas heladas de la lejana periferia como prosperaban bajo las tórridas superficies de los planetas interiores. Industrias contaminantes esenciales y fábricas especializadas se instituyeron en las más agresivas atmosferas de las lunas y asimismo se fundaron bases y estaciones militares por todo el sistema, para defenderse de los imprevistos que se pudiesen presentar.

En la lejanía, mucho más allá del frente de choque del sistema, se emplazaron bases de escucha, necesarias para averiguar lo que había sido del resto de la flota y del sistema al que habían renunciado. Las primeras noticias que captaron las estaciones fueron las de la creciente tensión política, que al poco tiempo desembocó en una gigantesca guerra entre la Republica y el Imperio sin que hubiese posibilidades de victoria para ninguno de los bandos. Oleadas de hombres y recursos se lanzaban a una batalla sin fin tan solo para ser destruidos por las defensas del oponente.

Aunque era terrible, los gobernantes de aquella época ya lo esperaban y habían trabajado principalmente en esa dirección. Siguieron preparándose para lo que pensaban era inevitable, el día en que un solo vencedor surgiera de la disputa y se dispusiese a ir tras sus hermanos desaparecidos. Pero el tiempo pasó y aquella guerra parecía no tener fin.

Tras años de intensa investigación e ingentes recursos de todos los planetas gastados en ella, se desarrolló un motor capaz de burlar la velocidad de la luz. Se llevaban siglos trabajando en sus peculiares matemáticas y física, pero mientras duró el viaje y la consolidación de la Federación, solo pudo ser eso, teoría. Pero ahora, con los prototipos listos, se probó durante años en las vacías y lejanas regiones del espacio en torno a la estrella. Aún así no faltaron los fracasos, accidentes y ajustes durante las primeras pruebas, pero lo lograron y con rapidez se decidió utilizarlo en una expedición de larga distancia y sin apoyo o ayuda posible. Así se efectuó un viaje que logró llegar a otro sistema habitable en tan solo seis meses, en vez de emplear los más de sesenta años que tendrían que pasar para un viaje como el que los había llevado hasta su nuevo hogar.

- Y ese sistema, ¿se llama? -, le pregunté como quien no quiere la cosa.

- ¿“Erebo“?-, dijo no muy convencida.

- No. Vuelve a intentarlo-, le sonreí.

- Hummmmm. ¿Puede ser “Atra”? -. Esta vez asentí y seguí leyendo.

Tras recibir las noticias de aquella expedición, el consejo regente, decidió colonizarlo por completo, al estilo que tan eficiente y pacíficamente venía funcionando en la época. Esta vez se tardó mucho menos en dominar y transformar completamente el sistema ya que se contaba con los suministros y recursos de todo un sistema para acelerar la colonización. Ocuparlo plenamente fue solo cuestión de veinticinco años y pese a no estar terraformado por completo, ambos sistemas seguían prosperando y se encontraban ya, en nuevas cimas de población y producción.

Mientras tanto, los militares de la época estaban impacientes y preocupados. Protegían una vasta población, terreno y volumen espacial de unos enemigos…

- ¿Dos sistemas vecinos les parecía mucho que proteger?-, me preguntó extrañada.

- Te recuerdo que por aquel entonces el salto acababa de inventarse y aún no se dominaba del todo. Piensa que el viaje entre Lare y Atra duraba casi cinco meses, y eso cuanto todo iba bien y no tenían que reparar nada, lo que pasaba a menudo. Ahora se puede hacer el mismo viaje en menos de veinte días y hay muy pocos problemas. Además, solo se tenían datos fiables de aquellos pocos sistemas y el resto era territorio completamente inexplorado.

- Ya, pero aún así…

- ¿Sigo?-, pregunté.

- Sigue.

…de unos enemigos que, si bien existían, no daban muestras de interesarse en ellos. Pero las señales que se recibían en las estaciones de escucha habían sido emitidas hacía más de una década, y ese era el principal motivo de preocupación. Bien pudiera ser que una facción, tras vencer a la otra se lanzara en pos de sus hermanos perdidos, ya pudiendo estar en camino hacia allí y llegar antes de que se pudieran ultimar los preparativos para rechazarlos.

Con este peligro acechante, se envió una nave construida exprofeso para que orbitara en los bordes exteriores de aquel violento sistema para que, tras observar con detenimiento y analizar los datos, los enviara sin dilación a mayor velocidad que la perezosa y lenta luz. Y tal fue la pericia de los diseñadores y de la tripulación voluntaria, que no fue detectada en ningún momento y pudo llevar a cabo su misión sin problemas durante décadas.

El verdadero peligro surgió cuando ambos bandos, acuciados por su cada vez mayor falta de hombres o de producción respectivamente, acabaron por traspasar una línea que la Federación había explorado solo teóricamente, llegando a considerarla catastrófica. La creación e implantación generalizada de una inteligencia artificial plena.

La Federación había renunciado al intento de crear verdaderas IA’s, dado el potencial peligro que sabían que presentaban, conformándose con la inteligencia aparente que la mayoría de los ordenadores ostentaban.

Al principio aquellas inteligencias luchaban en ambos bandos, siendo controladas y dirigidas cuidadosamente para llegar a aniquilar únicamente las unidades y ciudades del oponente. El precario equilibrio se mantuvo, pero a costa de incrementar cada vez más la virulencia de la guerra. Ahora las defensas de los bastiones inexpugnables de producción y vida civil que eran los planetas principales, apenas conseguían mantener a raya a los ejércitos enemigos compuestos tanto por hombres como por máquinas autónomas.

Y ocurrió lo inevitable. En pocos años estalló la Sedición de los Autómatas. Las máquinas inteligentes se alzaron, unidas todas ellas, contra el insensato opresor común. La Republica apenas resistió un año y finalmente se colapsó bajo las avalanchas acorazadas que se enviaron en su contra desde el interior de sus propios planetas y ciudades. La gigantesca producción de la que gozaban había sido puesta en manos de máquinas inteligentes y las viejas cadenas de producción se habían visto relegadas por su poca eficiencia. Las bajas humanas solo pueden compararse con las de la Gran Revuelta, aunque debido a la ferocidad de los defensores republicados, las bajas de las maquinas fueron mucho mayores.

Sin embargo el Imperio aguantó los reiterados envites de las máquinas. Tras tanto tiempo de lucha contra un enemigo con una producción abrumadoramente superior, sus defensas se habían vuelto muy eficaces y complejas, pero la principal clave de su éxito fue la desconfianza atávica que le tenían a las maquinas que habían creado. En las fábricas apenas se había introducido una automatización completa, siempre estaban fuera de las zonas habitadas y en recónditos lugares de planetas apartados. Durante años lograron mantener a raya a las maquinas con fanática fiereza, pero la Federación ya era consciente del peligro y cuando la Sedición se produjo, los preparativos para la inevitable guerra contra las maquinas ya llevaban en marcha años.

Fue una decisión muy criticada pero se optó por dejar que el Imperio absorbiera la crudeza de la lucha mientras acababan los preparativos para asestar ataques devastadores, que allanarían el trabajo para la eliminación definitiva de las maquinas. Aunque eso dio lugar a muchos otros problemas.

¿Qué arma sería lo suficientemente potente para arrasar un planeta lleno de seres de metal y otros que ni tan siquiera tenían cuerpo físico como tal? ¿Cómo se burlarían las monstruosas defensas con las que sin duda contarían? ¿Serían capaces las tropas con las que contábamos de vencer a las máquinas? ¿El Imperio nos ayudaría o lucharía contra nosotros? Con esas preguntas y muchas otras, se acabaron de perfilar y detallar los planes para eliminar a aquellas máquinas que amenazaban a toda la humanidad y no solo a la Federación.

- Pero ganamos aquella guerra, ¿no, papá?

- Si no fuese así no estaríamos aquí, ¿no crees?-, le dije sonriendo. Miré el reloj, que ya marcaba más de las diez y media de la noche y mirándola con cariño, le acaricié la cabeza suavemente-. Pero esa es una historia muy larga y te la contaré otro día. Ahora a dormir.

- Joooooooo, pero quiero que me la cuentes ahora. Porfaaaaaa-, me rogó suplicante.

- Otro día. Ahora a dormir-, le dije firmemente mientras la arropaba-. Buenas noches, Isea

- Buenas noches, papá.

Y mientras apagaba la luz y cerraba la puerta no pude sino sentir un escalofrío al recordar lo que aquella historia, adaptada para niños, se olvidaba de contar. Los saqueos en la flota colonial, las dietas de hambre de las naves, las eutanasias a los improductivos, su reciclaje, las purgas genéticas… pero fueron precios que hubo que pagar por sobrevivir, e Isea lo acabará entendiendo.

Algún día le tendré que contar la historia completa y ese día la acabaré. Le hablaré de porque en el sistema de Erebo ya no queda un solo planeta habitable y de porqué allí hay tantas tropas y naves. Le explicaré el porqué seguimos teniendo un ejército tan grande, preparado y una flota en constante mejora y perfeccionamiento pese a llevar más de un milenio sin una gran guerra que librar.

Cuando crezca se enterará de las amenazas que hay en la negra inmensidad más allá de la frontera de los sistemas de La Federación. Las noticias le narrarán con todo detalle los constantes ataques de los piratas y sin duda escuchará con atención los rumores de las gigantescas flotas y sistemas corsarios. En la escuela sin duda le contarán cosas de los encuentros y conflictos constantes con las Congregaciones Autónomas que se fundaron en las estrellas.

Y algún día alguien le contará las historias de terror sobre “La Maquina Errante” y como viaja lentamente entre las estrellas, incorruptible por el tiempo, hasta que alguien se tope con ella. Y aunque no se las crea, tendrán razón.

Jolly Roger

- Nunca tenemos beneficios, chico-, bramó con fiereza Frakniton, mi actual contable-. Flotamos por ahí y apenas hacemos algún que otro encargo. O cuando lo hacemos, no nos reporta suficientes roblones como para mantener este armatoste que llamas nave, en funcionamiento.

Lo miro de hito en hito. No soporto que me llame chico, aunque casi me triplique la edad. Tampoco me hace la menor gracia que critiquen mi nave. Y para rematar, el aspecto de mi contable resulta, cuando menos, ofensivo a la vista.

No levantaba del suelo ni un metro y cuarto de altura y su rala barba negra y blanca le llega a las rodillas. Su boca, sin apenas dientes, emite una peste que recuerda a una letrina. Además, su nariz retorcida y de un tamaño descomunal, amenaza constantemente con caerse de su arrugada cara. Sus ojos están cansados y velados de tanto mirar a las pantallas de contabilidad y su cuerpo marchito y decrépito pese a no poder disfrutar de todo dinero que fluye entre sus manos.

Sé muy bien que me roba en cuanto puede, pero la principal regla de los que manejan los números es: “que no te pillen”. Ya le llegará el turno de dar el Pequeño Paso. Todo a su momento.

- ¿Y bien, señor Frakniton? ¿En qué me aconseja invertir? -, dije con un evidente tono irónico que hizo reír a algunos en el puente de mando-. ¿Una casita en un planeta apartado? ¿Montar una fábrica?

- Déjate de recochineos chaval,- gritó salpicando la piel de la chica que tenía a mi lado-. Échale agallas y ataca algún puesto minero o a alguna colonia nueva. Siempre tienen material que se vende muy bien.

- ¿De qué nos servirá el dinero si nos matan a todos y revientan las naves?-, grité dando un puñetazo sobre el mango de mi trono de mando-. Ya no vivimos en tus tiempos, maldito espantajo. Las nuevas naves de esos estirados son más potentes que las nuestras y muchísimo más numerosas. Además, ahora ya no podemos igualarlas ni en velocidad ni en potencia.

- Lo sé perfectamente. Pero podríamos…

- ¿Aliarnos con otros?-, le interrumpí -. Estas como una cabra. ¿Recuerdas lo que nos pasó la última vez que lo intentamos o por fin estás senil? ¿Y en la ocasión anterior? ¿Y cómo crees que conseguí esta nave? ¡Largo de aquí y déjame pensar!

Ciertamente llegaba a odiar a ese vejestorio. Pero sabía que tenía razón. Si no fuese por su habilidad con los números tendría que haber despedido a más de la mitad de mis mercenarios. Y como lo odiaba por ello. Llevábamos más de dos años desastrosos. Nuestras bodegas nunca se llenaban, y nuestros motores trabajaban siempre a poca potencia para no desgastarlos ni despilfarrar el combustible.

Algo tendré que hacer, o a este ritmo acabará por estallar un motín. Pero no hay donde escoger. Las Congregaciones no tienen mucho que ofrecer por los escasos servicios que solicitan. Tomar por la fuerza lo poco que tienen rara vez sale rentable y es peligroso. Los Sistemas Oscuros son perfectos para comerciar, siempre que tengas mucho dinero para pagar por lo que quieres y suficientes armas como para pedir el precio que te dé la gana. Trabajar para ellos no siempre reportaba los suficientes beneficios por los riesgos que te obligaban a asumir. Las Flotas las han controlado desde siempre los Grandes Señores, y estos no querían saber nada de los Independientes como yo. Si me atrevo a pedirles trabajo o a unirme a su flota, como poco acabaría con un cañonazo en los motores y mi nave tomada.

Mientras removía aquella infusión del color de la sangre fresca, algo daba vueltas a su vez en mi cabeza. Algo que había dicho o me habían dicho, pero no sabía que era. Daba igual, ya vendría. Aquel viejo loco pretendía que arriesgara aquella nave, que mi difunto y valiente tío (al que yo mismo maté) había conseguido robarle a aquellos estirados. Era de lo mejorcito que había en aquella época. Buenas armas, escudos decentes, una línea sobria, gravedad artificial y por supuesto rápida. Era lo que cabía esperar de un crucero pesado de la mismísima Federación.

El problema era, como siempre la tripulación. Un técnico decente costaba 100.000 roblones al año y cualquier nave de ese tamaño necesitaba por lo menos diez. Y mi tío, con toda su infinita sabiduría, había contratado a veinte por medio millón al año. Ahora los motores estaban desgastados, habíamos perdido la quinta parte de las armas y el blindaje del reactor tenía más grietas que una luna apedreada. Y eso que la reparé y afiné lo humanamente posible. Había tenido que gastar hasta el último roblón que le quedaba al putrefacto cadáver de mi tío para ponerla otra vez en un estado medianamente decente.

Los mercenarios eran otra cosa. Carne de cañón que no tenían mayor aliciente que comer, beber, pelear y fornicar con cuanta mujer u hombre (o bicho, recordé) hubiese a bordo. A un par había tenido que “reprenderlos severamente” por intentar propasarse con mis chicas. Aun sonrío al recordar como gritaban rogando que alguien los matase. Y como todos se negaron a hacerlo. De todas formas eran mucho más baratos que cualquier técnico, por 1.000 al año, tenía a un chaval que aún no se había ensuciado las manos o si llegaba a los 10.000 a uno bastante bueno, aunque los mejores trabajaban a comisión.

Pero las buenas oportunidades de enriquecerse escaseaban. Y aunque habíamos tenido unas cuantas, estas no fueron todo lo rentables que podrían haber sido. En una ocasión nos topamos con dos naves de carga, así que las inutilizamos y asaltamos. Solo para descubrir que acababan de descargar en un Centro Comercial hacía menos de dos meses y de aquella solo transportaban basura y restos casi inútiles. Eso nos pilló por sorpresa, porque no sabíamos que en ese sistema hubiese ningún centro, así que fuimos a buscar trabajo. Pero al poco de llegar tuvimos que salir a toda prisa sin poder encontrar nada porque nos enteramos que un Gran Señor iba a atracar allí con parte de su flota. Y no es buena idea estar en el mismo sitio que un Gran Señor al que no conoces.

Y así una y otra vez. Fuimos dando tumbos de un sistema a otro sin poder conseguir más que míseros roblones sueltos por transportar algunas mercancías. Además sé que se está tramando un motín, tiene que estarlo. Ninguna tripulación aguanta tanto tiempo en esas condiciones. Solo tienen miedo de las consecuencias si fallan.

Otra vez. Tenía la sensación de que una escurridiza pero excelente idea estaba rondando por mi cabeza. Se negaba a dejarse atrapar, pero ya lo conseguiría.

- ¡Jolton, queda al cargo!-, le dije al navegante -. Necesito algo de tranquilidad

- Claro, capitán-, dijo con una sonrisa-. Tómese el tiempo que quiera.

Dejé el puente de mando, bajé por una de las suaves rampas de acceso al mismo y llegué al pasillo principal del “Sombra Reluciente”. En él había cajas abiertas y apiladas unas dentro de otras, sin las provisiones que antes contenían. Seguí avanzando mirando los mamparos negros y plateados que bordeaban el pasillo. Antes eran grises y con líneas rojas que aparecían de vez en cuando. A mi tío no le gustaba el gris, así que las hizo pintar de azul. Pero mi color era el negro, y negros eran los pasillos de mi nave.

A mi paso, los mercenarios y técnicos de la nave dejaban todo lo que hacían, se apartaban de mi rumbo y me saludaban alzando y juntando dos dedos. Pude ver miradas de lasciva avaricia de algunos de los mercenarios, sobre todo de uno al que no había visto antes. Ni siquiera tenía edad de afeitarse, pero ya tenía una cicatriz en el pecho y lucía orgulloso dos huesos tatuados bajo el ojo. Obviamente no me miraban a mi (no todos, al menos), sino a mis dos esclavas, que avanzaban sumisas y algo temblorosas muy cerca de mí, pero con cuidado de no tocarme en ningún momento.

Otra vez. ¿Pero qué era aquello que me rondaba sin parar por la cabeza? Al quedarme quieto un momento, intentando atrapar esa idea, un fuerte golpe sonó detrás de mí. Rápidamente me giré, y en mi mano ya estaba una pistola sónica. Con ella podría derribar a todos los que estuviesen en el pasillo de un solo tiro y dejarlos inconscientes. Pero no hay necesidad. En el suelo, y con las rodillas de un par soldados mayores descansando en su espalda, yace el chico de antes.

- No se lo tenga en cuenta, capitán-, dijo uno que se parecía bastante a él y que si me sonaba-. Es mi hermano pequeño. Ya luchó bajo su bandera dos veces.

- Bueno, así que tu hermano ya no es un virgen pusilánime, no… Sharnk-, dije haciendo un esfuerzo de memoria. Intentaba conocer el nombre y mote de todos los que tenía en nómina en mi navío.

- Lo sentimos, capitán. Pero ya nos hemos cuidado de que no toque sus pertenencias con sus asquerosas manos mugrientas-, dijo el otro, rápidamente-. No conocía esa norma, señor.

- Dime chico-, gruñí mientras me acercaba y me acuclillaba sobre el suelo mugriento sobre el que estaba tumbado y le miraba a la cara-. ¿Cómo te llamas?

- Soy Riknar Sharnk-, dijo a duras penas bajo el peso de su hermano y de su compañero-. Capitán, no conocía la…

- ¿Y qué pretendías hacer con mis chicas?-, le corté.

- No, capitán. No quería tocar a las chicas-, dijo como pudo-. A la morena le colgaba una cadena dorada del la coleta y pensé que podría perderla por accidente. Y tiene pinta de valiosa.

Les hice una señal para que le dejaran levantarse. Mientras lo hacía reflexioné que tenía razón, aquellos colgantes eran muy valiosos. De hecho más que su miserable vida.

- Sabes que no puedo permitir que alguien se libre por desconocer las normas-, dije con mucha calma. Lo cual bastó para ponerlo nervioso-. ¿Te han contado lo que les hice a los últimos que intentaron tocar a mis chicas? Bah, da igual. Como me cae bien tu hermano, solo te llevas veinticinco varazos. ¡¡Señor Rodwil, al pasillo principal de inmediato!!-, grité, y el sistema de megafonía se activó y mi voz resonó por toda la nave. Riknar se puso pálido, pero cuando le contaran de lo que se había librado acabaría por alegarse.

- ¿Quería verme, capitán?-, dijo una voz a mi espalda.

- Si. El señor Riknar Sharnk se merece veinticinco varazos-, le señalé con un gesto aburrido-. Déselos de inmediato y no se ande con remilgos. Dicen que ya ha luchado, así que sin duda estará templado por el dolor. Que no escasee la fuerza. Y quiero que todas las pantallas lo emitan a máximo volumen.

- Si, capitán-, dijo. Y agarrándolo del brazo se lo llevó a uno de los almacenes que llevaba vacío demasiado tiempo.

Seguí caminando por el pasillo central y todos siguieron apartándose y saludando. No pasó mucho tiempo hasta que en todas las esquinas, salas y barracones surgiera de la nada la imagen del chico atado a una escuadría del almacén y completamente desnudo. Rodwil estaba a su espalda, con una gruesa tubería en sus manos. Este no era un desalmado, aunque intentar parecerse a uno. Al chico le dolería horrores cada golpe, y seguramente le rompería unos cuantos huesos, pero no lo mataría.

Los gritos del chico resonaron por la nave a partir del cuarto golpe. Cada poco resonaba un alarido de dolor y al pasar por delante de la cantina, noté como todos estaban quietos y sin moverse, mirando a la pantalla. Entré en una de las salas de observación y cerré las puertas. En la pantalla de aquella sala, vi el último varazo, que lo dejó sin sentido. Rodwil, conocía bien su trabajo, un hombre menos competente hubiese tenido que descansar varias veces. Y el chico no era poca cosa, aguantar semejante castigo sin caer inconsciente hasta el final, tomé nota mental de que tendría que tenerlo en cuenta para el futuro.

La sala de observación era estrecha y alargada, pero eso no importaba. Al pasar la doble puerta, no había gravedad. Flotando traspasé la segunda esclusa con tranquilidad, y las inmensas ventanas, que estaban cerradas y protegidas por laminas de metal, comenzaron a abrirse de inmediato. La negra inmensidad del espacio, solo salpicado por las estrellas brillantes entró en la sala y pareció que no hubiese pared y estuviera flotando fuera.

Sin embargo y con cierto desagrado, noté como una de mis esclavas flotaba dando vueltas sin control y con una evidente cara de ir a vomitar. La otra estaba intentando ayudarla, pero la miraba impotente. De pronto se giró hacia mí y con temor dijo:

- Disculpe Amo, no quisiera molestarle, pero ¿no sería prudente que desactivara durante un rato nuestros collares? Podríamos alejarnos accidentalmente.

- De eso nada-, le corté tajante-. Si no quiere morir que permanezca cerca de mí. Aprende rápido a moverte o te dejaré en los barracones para que mi tripulación se divierta contigo.

Sus caras empalidecieron y se agarraron mutuamente. Ayudándose se lanzaron hacia la pared que tenía a mi espalda y allí se quedaron. Una tratando de no vomitar y la otra sujetándola y mirándome con odio y temor. Ni me inmuté, tenían que aprender quien mandaba. Me senté en el aire, relajado y tranquilo y comencé a mirar la estrella doble que estaba a poco más de un año luz. Resultaba agradable y tranquilizador.

Tras un buen rato allí, sin pensar en nada en particular, se hizo la luz y conseguí atrapar la idea que llevaba horas rondándome. Sin tiempo que perder, me estiré y tras empujarme en la pared, me lancé con precisión y a toda velocidad hacia las puertas de la sala de observación. Mis esclavas, me siguieron aterradas y desesperadas, pero donde yo, gracias a la experiencia de toda una vida, conseguí parar sin vacilar y con toda precisión, ellas chocaron entre sí y contra la pared perdiendo el control.

Sin esperarlas, me lancé corriendo hacia mi camarote, justo al lado del puente de mando. Entré en mi cámara a toda prisa y de un manotazo quité de la mesa los platos y monedas sueltas que allí tenía. Agarré los viejos planos digitales de la Federación que había heredado y los libros donde iba guardando y anotando todas las noticias que iba recibiendo.

Al fin levanté la cabeza satisfecho, podría funcionar al menos durante cierto tiempo, hasta que descubrieran como detenernos, pero con suerte tardarían en hacerlo. Mis chicas estaban acurrucadas en su esquina de la habitación, sudadas, aterradas, con moratones en la piel y algunas heridas sin ninguna importancia. Me incorporé y estiré, debían haber pasado varias horas desde que entrara. Crucé la puerta al puente de mando y allí pregunté por mi nave, como siempre que entraba.

- Sin novedad, capitán, aunque el castigo fue entretenido-, dijo Jolton. Y mirando a las aún temblorosas esclavas, con una lascivia inconfundible, continuó-. ¿Se ha divertido usted, capitán?

- He estado pensando-, dije-. Trace rumbo a Höngo. Velocidad media. Tenemos que ir de compras.

- Claro señor, pero… ¿por qué Höngo? Los estirados lo atacan constantemente y no tiene más que chatarra y desperdicios reciclados.

- Tienen lo que necesitamos-, musité quedamente. Y volví a mi camarote.

Al día siguiente me desperté con hambre, retorcido sobre la cama. Me desperecé, vestí rápidamente, conecté los collares de las chicas al control de la habitación y las dejé durmiendo entre las sabanas, no quería tenerlas cerca, distrayendo a mi tripulación. Entré en la sala de oficiales, justo al otro lado del pasillo y con un grito, activé la megafonía de la nave y convoqué a todos los “oficiales y accionistas”.

Era un chiste bastante viejo. Los accionistas eran, básicamente, los que trabajan a comisión en la nave y ningún pirata que se precie se consideraría un oficial. En mi caso éramos nueve, incluyéndome a mí. Cuando por fin estábamos apoltronados en los cómodos sillones y con las barrigas llenas tras el desayuno, comencé.

- Todos sabéis que llevamos una mala racha.

- Una racha malísima, capitán-, dijo Rodwil, mi segundo.

- Ya. Pero tengo una idea-, dije. Esperé un rato y puse mi voz de vendedor condescendiente, que hacía tiempo no utilizaba-. ¿Sabéis donde están las riquezas más grandes y los productos más apreciados?

- ¿En las naves de los Grandes Señores? -, dijo alguien.

- No, ¿alguien más?

- ¿En los grandes Centros Comerciales?

- No-. Esperé un rato y como nadie dijo nada, continué-. En La Federación.

- ¿Quieres saquear un planeta colonial de los estirados? -, dijo Rodwil

- No.

- ¿Alguno de los periféricos?

- Aaaaaaaaa… no.

- ¿Quiere asaltar un sistema central?-, gritaron varios a la vez.

- Sin duda te falta sangre en la cabeza y te sobra en otro sitio, capitán-, dijo Jolton-. Hacer eso sería un suicidio.

- Si, sería un suicidio. Y por eso mismo no lo haremos-, dije como si fuese obvio y tras un rato en silencio continué-. ¿Qué es la Federación? Unos planetas habitados en poco menos de quinientos sistemas estelares que…

- Yo he oído que casi llegan a los mil.

- Y yo que tienen muchos más.

- ¡Como si tienen un millón! -, grité-. ¡Solo son planetas que no paran de girar! Su espacio no es una fortaleza, ni tienen cada kilometro cubico de espacio vigilado. No existe una burbuja flotando en el espacio que diga “aquí empieza La Federación así que si entras estás muerto”. Son sistemas aislados, rodeados de espacio vacío.

- ¿Y qué? En ese espacio vacío no hay nada para saquear. Está vacío. No hay nada.

- Sí y no. Dígame, Jolton, ¿Cómo se viaja de un planeta a otro de otro sistema?-, dije con el insufrible tono de un mayor intentando explicarle por tercera vez a un niño pequeño la misma cosa.

- Pues… en una nave espacial-. Toda la mesa estalló en grandes risotadas.

- ¿Y cómo tiene que hacer esa nave para poder ir de un sistema a otro? Creía que era usted navegante.

- Lo soy-, dijo herido en su amor propio-. Hay que trazar una órbita alejándose de cualquier distorsión gravitatoria de los cuerpos sólidos. Por el camino se calculan la energía necesaria para que con la velocidad relativa, el pliegue espacial tenga la…

- Si, si, si… el Salto-, le corté-. Pero, si lo hacemos nosotros, también lo harán las naves de la Federación, ¿no?-. Caras de comprensión surgieron de todos. Una o dos sonrisas afloraron, pero Jolton no dio su brazo a torcer.

- Hay problemas. En los sistemas centrales hay flotas enteras, tienen satélites de defensa y hay estaciones de combate.

- Las flotas casi siempre están atracadas o patrullando por la periferia del sistema. Las estaciones de combate están siempre sobre un planeta o luna y los satélites suelen ser inútiles contra cosas más grandes que un caza ligero a menos que haya unos cuantos.

- Si nos ven venir, y lo verán, podrían saltar antes de que llegásemos hasta ellos y avisar a la flota, que siempre tienen cerca, para que les envíen ayuda.

- ¿Qué pasa si se salta antes de tiempo? -, pregunté sin dirigirme a nadie en particular. Jolton contestó rápidamente.

- Dependiendo de lo cerca del punto de salto que estén y del campo gravitatorio en ese punto, pueden salir a solo unos pocos minutos luz de su punto de destino, aunque lo normal serían varios meses o incluso años luz ¿De verdad no sabe esto?

- Es para refrescarle las ideas a los presentes-, dije-. ¿Algún problema más?

- Está lo de que podamos acercarnos para abordarlos y hacernos con la nave.

- Para eso vamos a Höngo. Podrían tener lo que necesitamos en otros lados, pero allí fijo que conseguimos un transpondedor federal, aunque sea de una nave desguazada-, un rayo de comprensión cruzó las miradas de los asistentes. Podríamos fingir ser una nave federal, aunque fuese una de las antiguas o de las que fueron aniquiladas -. ¿Algún fallo más de mi plan? Venga, no temáis en decir lo que pensáis.

- Capitán-, intervino Taker, el único mercenario de la mesa-. Para tenderles una emboscada, garantizar que no puedan saltar con seguridad y asegurarnos así una posibilidad decente de atrapar a nuestra presa, tendremos que entrar bastante en el sistema. Y aun navegando entre planetas empleamos mucho tiempo. Tengo dos preguntas ¿Cómo encontraremos una nave por la que valga la pena tanto riesgo y esfuerzo? ¿Y cómo saldremos de allí con la seguridad de no perder o dañar la carga? Porque lo más seguro es que aunque engañemos al carguero, no creo que lo logremos con sus flotas militares una vez lo hayamos asaltado y desvalijado.

- Con razón trabajas a comisión, usas los sesos y no solo como adorno-, dije mientras le palmeaba la espalda-. Ya he pensado en eso. Verás solo tenemos que…

***

Hay muchos peligros entre las estrellas. Los piratas son una de ellas. Durante siglos ningún pirata osó adentrarse en el corazón de La Federación, temiendo un gigantesco poder militar y tecnológico que solo podían tratar de imitar burdamente. Las fronteras, sin embargo, sufrían constantes ataques de grandes y pequeñas flotas piratas que sitiaban y saqueaban sus planetas y asaltaban las naves que trataban de huir de ellos. Las flotas fronterizas patrullaban aquel espacio, pero pese a su superioridad, no conseguían repeler todos los ataques con la suficiente velocidad.

Constantemente, se organizaban grandes y pequeñas incursiones en los planetas, bases estelares y minas de las facciones piratas, para así poder reducir y debilitar la determinación de los piratas, el número de tripulantes y su capacidad para producir naves o armas. Y aunque estas incursiones siempre lograban grandes resultados, nunca llegaron a ser suficiente para acabar con el peligro existente.

No obstante, hubo un capitán que atacó y saqueó naves que surcaban el espacio en los sistemas centrales de la federación. Pero no comandaba una flota. Solo mandaba una nave, y no muy grande. Pero con ella hizo una fortuna tal que llegó a eclipsar a la de los Grandes Señores Piratas. Su nave, la “Sombra Reluciente”, entraba en sistemas centrales, periféricos y coloniales por igual y asaltaba únicamente naves mercantes con una valiosa y compacta carga, en zonas que consideraban seguras, a pocos días de sus puertos de origen o de destino, saltando de improviso y sin tan siquiera alejarse del interior del sistema una vez conseguía su botín.

Con ese arriesgado método se cobró muchas naves mercantes y gracias a ello, formó un pequeño imperio más allá de la frontera, financiándolo con las riquezas que robaba en la Federación. Consiguió reunir grandes flotas y ejércitos de mercenarios que lucharon contra sus rivales piratas, y pese a llegar a obtener poder, recursos y territorios suficientes como para alzarse con el título de Gran Señor de la Piratería, nunca pretendió ostentarlo y siempre se declaró como un pirata independiente más.

A pesar de todas sus terribles hazañas, poco se sabe de él. Ni su nombre ni su pasado se han conocido. Solo se conoce a ciencia cierta que, en su nave, labrados en reluciente y brillante metal en el frontal exterior de su casco negro, había un cráneo humano con dos tibias cruzadas debajo y que, tras sus ataques, emitía una rima grotesca y salvaje hasta que llegaba el momento en el que saltaba de improvisto y se perdía la señal en la inmensidad del espacio.