Insomnia


“Sección veintitrés… Sección veinticuatro… Sección uno… Sección dos…” Ya era la ciento quincuagésimo novena vez que pasaba por la compuerta número uno, daría otra vuelta y completaría diez kilómetros. En realidad eran diez kilómetros y cincuenta y tres metros, pero daba igual, ya se me hacían pocos. Y en aquella maldita nave todo se repetía una, y otra, y otra, y otra vez.

“Sección veintitrés… sección veinticuatro. Ciento sesenta. Una ducha y a dormir”, pensé. Cogí la toalla que tenía atada a la manilla y fui secándome por encima mientras entraba en la pequeña zona reservada para el encargado. Es decir, yo.

- ¿Qué tal el paseo, cielo?-, sonó dulcemente por los altavoces-. La ducha ya está lista ¿Quieres que te prepare algo para cenar?

- No. Ya lo hago yo, encanto. Gracias por ofrecerte-, le respondí como siempre, mientras me quitaba la camiseta sudada y la lanzaba a la esquina junto con el resto de la ropa.

- De nada, cielo-, respondió el ordenador de la nave con suavidad.

- Valla, veo que has llegado al límite de la depravación, Eric-, dijo enfadada mi ex novia, apoyada en el dintel de la puerta del aseo-. Tirarle los tejos a un ordenador. ¡Y hasta le has hecho llamarte cariño!

- Déjame en paz, Linnea, ahora no tengo ganas de que me calientes la cabeza con tus tonterías-, musité enfadado mientras lanzaba mis calzoncillos a la esquina y pasaba a su lado sin notarla.

- Ya empiezas a hacer como siempre ¿no?-, dijo irritada-. Siempre tú. Tus ganas y necesidades son siempre más importantes que las del resto. Y mucho más importantes que tus amigos o incluso que yo. Pues por mi puedes pudrirte aquí arriba tu solo.

Y dicho esto se giró con violencia y desapareció tras el mamparo de mi camarote. Su falda estampada, pareció flotar tras de ella y pude ver como permanecía a la vista unos instantes cuando ya se había ocultado. Apreté los ojos con fuerza y entre en la ducha, cerré la puerta y mientras el agua casi hirviendo me empapaba, comencé a darme cabezazos contra la pared.

- No es está aquí. No es real. No está aquí. No es real-, repetía una y otra vez.

***

El techo negro de mi camarote no me dejaba dormir. Cuando lo miraba, se desvanecía y comenzaba a ver las estrellas, girando rápidamente y el otro lado del cilindro de la nave, fijo e inmóvil. Pero no lo estaba en realidad, y las sombras se movían y deslizaban acercándose y alejándose con mucha rapidez, deformándose sobre el casco. A lo lejos podía ver el sol girando sin parar en un marcado círculo. Pero al parpadear, todo se había desvanecido y solo quedaba la oscuridad absoluta del camarote.

El sonido del sistema de ventilación de la nave era ensordecedor y su zumbido y fuerte ulular, hacían que me doliera la cabeza y no pudiera pensar en nada. Era el ruido más fuerte que jamás había escuchado y no me dejaba descansar. Hasta que, de repente cesaba por completo y sin previo aviso.

Las sabanas me apretaban y sus finos hilos microscópicos se clavaban dolorosamente en mi piel. Quedarme quiero era una pesadilla, pero moverme y restregarme contra aquellas telas brillantes y rasposas hacían que me retorciera de dolor y solo quisiera levantarme. Pero al hacerlo y sentarme notaba que mis sabanas eran mucho más suaves y lisas que cualquier otra tela que hubiese probado antes.

Por el día trabajaba en todo lo que surgía, los experimentos con las cobayas ocupaban casi todo mi tiempo, pero cuando no lo hacía, me entretenía buscándolo, y por la noche corría y hacía ejercicio hasta reventarme y no poder ni moverme. Siempre cenaba ligero y me acostaba rendido y cansado. Listo para seis o siete horas de sueño reparador. Pero no podía dormir. No más de dos horas, al menos.

***

Aturdido abrí los ojos. No tenía ni idea de cuánto había dormido, pero esperaba que fueran al menos tres horas. Los ojos me palpitaban y mi cuello estaba tenso y dolorido. Me estiré en la cama y con los ojos entrecerrados apreté el botón y vi las luces parpadeantes del reloj. 4.52. Sonreí, había conseguido dormir casi dos horas y media por primera vez desde hacía meses.

Sabía que sería inútil seguir en la cama, pero aún así lo intenté. Me giré y estiré. Cerré los ojos y respiré profundamente mientras miraba hacia el techo con los ojos cerrados. Durante mucho tiempo estuve relajado, pero consciente, y noté como las fuerzas volvían a mi cuerpo.

“Al menos no estarás agotado”, pensé, y seguí relajado y tumbado en la cama. Pero me estaba volviendo loco. Notaba como la ventilación rugía con estrépito y parecía querer explotar y dejarme morir asfixiado. Noté como las sabanas rascaban y se hundían en mi piel desnuda. Y noté como el pequeño cilindro de la nave giraba a toda velocidad conmigo dentro.

- Está todo en tu cabeza, Eric-, escuché de pronto. Había sido una voz suave y sensual, que me había acariciado la oreja derecha-. Relájate y duerme. Yo te cuidaré.

No me lo había imaginado, la voz me acarició el cerebro y noté como su suave aliento hasta el último rincón de mi oído, hacía que la piel de mi oreja se tensara y me estremeciera de placer. Me incorporé y pude notar como a mi lado, en la cama, una chica de apenas veintiséis años me miraba semidesnuda y preocupada, recostada a mi lado en la oscuridad casi absoluta del camarote.

- ¿Quién eres?-, le pregunté asustado-. ¿De dónde has salido?

- No te preocupes, Eric. Todo está bien. Túmbate conmigo-, dijo acariciando las sabanas y apoyando su dorado y largo pelo ondulado sobre la cama.

- No puede ser. No eres real. No hay nadie más que yo a bordo-, grité mientras me levantaba de un salto de la cama y encendía las luces.

Al iluminarse por completo la habitación, la chica desapareció. Solo quedaba una cama deshecha, con las sabanas en el suelo y un montón de ropa sucia en la esquina.

- No estás solo, Eric-, escuché de repente, aunque no supe identificar de donde venía el sonido-. No estás solo.

- Buenos días, cariño-, sonó por los altavoces-. ¿Qué quieres desayunar?

- Nada, encanto. Nada-, contesté mientras me daba cuenta que me estaba volviendo irremisiblemente loco.

***

Aquella nave era larga, y esbelta. Aunque tal vez no se le debería llamar nave. Era más bien un misil, un perdigón en realidad, que se había lanzado en las lindes externas del sistema y que se recogería más allá del centro. Y yo estaba allí solo para cuidar del resto de la carga y no de la nave.

Pero cuidar un cargamento de hielo negro y sucio no era interesante. Por muy peligroso e inestable que fuese. Por culpa de la sensibilidad de la carga, no podía usarse un carguero normal y corriente, ni siquiera uno modificado para la ocasión. Todos los modelos estaban descartados ya que, o deformaban el espacio para aumentar su velocidad, o tenían que eliminar (aunque fuese parcialmente) la inercia de la carga para poder moverse, o tenían una aceleración intolerable para la carga. Daba igual. Por culpa de la delicadeza de ese cargamento para la Universidad, llevaba meses metido en la “Imsomnia”, en una órbita de caída libre hacia la estación de investigación que esperaba con ansia el hielo merinitico.

Las muestras ocupaban la totalidad de cuarenta y cuatro de las cuarenta y ocho secciones que tenía la nave y no podía acceder a ellas de ninguna manera. De las otras cuatro secciones dos eran mis dependencias y el equipo de soporte de vida, y las otras dos estaban ocupadas por un laboratorio lleno de cobayas y conejos blancos que utilizaba para realizar los experimentos que aparecían en una lista impresa.

“Sección uno… Sección dos… Sección tres…”, corría otra vez. Todas las noches corría. Hasta reventarme. Lo único que quería era cansarme lo suficiente para poder dormir. Los mamparos aparecían y desaparecían con rapidez. Cada 2.61 metros en el suelo y cada 1.90 en techo, el mismo mamparo de seguridad. Y a ambos lados una puerta de metal cerrada herméticamente con un numero y una letra pintada en ella.

“Sección veintitrés… Sección veinticuatro… Sección uno… Secci…”. Me quedé petrificado. Lentamente me di la vuelta y retrocedí para comprobarlo. La compuerta 24B estaba izada y su cámara estanca abierta de par en par, dejando la sección sin presión expuesta. Era imposible. Sudoroso y con una curiosidad irrefrenable ante la novedad, me asomé y miré a su interior. Solo veía una gran pared de hielo negro, pero al parpadear, todo el panorama cambió de repente.

Una gigantesca caverna de hielo azul oscuro se abrió ante mí. La luz se reflejaba en las paredes, techos y columnas, iluminándolo todo de manera indirecta. No pude resistirlo y entré. Los pies me resbalaban y mi cuerpo sudado desprendía vapor, pero no tenía frio. Miré a un lado y al otro y con fascinación escuché como mis pasos resonaban una y otra vez por la caverna.

Pero cuando parpadeé de nuevo, abrí los ojos mirando al suelo metálico del anillo de acceso, una insistente voz me llamaba.

- Despierta cariño. Te has quedado dormido mientras corrías. Ese no es tu comportamiento habitual.

- Déjame en paz un momento, encanto-, murmuré enfadado. Claro que no era mi comportamiento habitual.

- No le digas eso, se preocupa por ti-, volvió a sonar la sensual voz a mi espalda.

Rápidamente me giré pude verla allí erguida, en medio del estrecho pasillo, con unos pantalones ceñidos y una camisa larga, ambos tan oscuros que hacían parecer blancos sus largos y dorados cabellos ondulados.

- ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? -, grité.

- No soy nadie y no estoy aquí-, dijo mientras se acercaba lenta y delicadamente-. Exactamente lo mismo que tu.

- Yo sé quién soy y donde estoy-, le respondí desafiante.

- ¿Y quién eres? Además de un pobre infeliz -, dijo con una cálida y angelical sonrisa mientras ladeaba la cabeza-. ¿Dónde estás, sino en la nada?

- Aquí no hay nada, pero a donde voy sí que lo hay. En cuanto llegue podré salir de aquí y volver a mi vida normal.

- ¿Qué vida? No irás a ninguna parte. No saldrás de aquí.

- ¡¡Cállate!!-, le grité.

Pero le grité al aire. Allí no había nadie. Allí nunca había habido nadie. Solo estaba yo en la nave. Solo yo y nadie más. Me lo repetía una y otra vez, pero últimamente ya no sabía que creer.

***

Ya no había secciones, solo un sendero recto e interminable que se perdía en el horizonte. Cada paso me llevaba más allá, hacia el final del infinito campo de trigo. Y a mi lado corría ella. Aún no me había dicho su nombre pero ya no me extrañaba que me visitara. Y con sus visitas, ahora se traía ensoñaciones de paisajes y sucesos interesantes.

- ¿No crees que estás empezando a volverte loco?-, dijo sin venir al caso.

- Sé que estoy loco desde hace tiempo-, le respondí de inmediato jadeando por el ritmo que me obligaba a mantener-. ¿O acaso alucinar con que corres por un campo de trigo infinito es de gente cuerda?

Me miró divertida y siguió corriendo sin más. Ni una sola gota de sudor manchaba su perfecta piel o tan siquiera estaba algo enrojecida por el esfuerzo. Su pelo estaba impecablemente recogido en una coleta y flotaba ingrávida tras ella.

- Aun no me has dicho tu nombre-, dije sin darle importancia.

- Te he dicho que no soy nadie-, dijo sonriente-. ¿Cuándo terminas tu viaje, Eric?

- Ya te he dicho que dentro de cinco días comenzará la órbita de frenado y desde ahí cuarenta días hasta la órbita de aproximación final.

- Es peligroso. Hay algo muy peligroso en estos compartimentos-, dijo señalando con la cabeza. Y con ese gesto, los laterales del campo se desvanecieron y las puertas aparecieron flotando a nuestros lados-. Ten cuidado, por favor.

- Lo tendré, no te preocupes-, le dije mientras desaparecía en la nada con el resto de la alucinación. Mientras tanto, seguí corriendo por el interminable pasillo sin tan siquiera aminorar. “Sección doce… Sección trece… Sección catorce…”

***

El acoplamiento orbital había sido un éxito y la nave ya no se movería de su posición en una órbita alta sobre aquella luna densamente poblada. Tras los ruidos de choque y el crujido del metal una luz parpadeó en los paneles de aviso y me hizo recordar que tenía que acudir para abrirles la puerta.

- Siento el retraso pero no estoy acostumbrado a las visitas-, dije como broma. El equipo que fue a recogerme la recibió sin una sola sonrisa. Me miraban expectantes.

Tardé un poco en darme cuenta. Llevaba tanto sin ver a otras personas reales que al principio no me percaté de que no era un equipo normal. Casi todos al otro lado de la compuerta, eran militares. Soldados en sus armaduras de combate que llevaban armas muy cortas pegadas a su cuerpo. Y no dejaban de apuntar a todos lados con ellas… y descubrí que, disimuladamente, dos solo me apuntaban a mí.

- ¿Qué tal el viaje? ¿Se os han hechos cortos los dos años y medio? -, dijo por fin una cara conocida que se adelantó hacia mí. Era uno de los decanos de la universidad, el que me había encargado la misión-. Vuestras investigaciones nos darán muchos datos sobre la merinita.

- ¿Sí?-, no tenía ni idea de a lo que se refería. Solo había estudiado a unas cobayas y rellenado un montón de formularios que aparecían en el laboratorio-. No creo que haya sido para tanto.

- Seguro que sí. Por cierto ¿Dónde se ha metido Kalen?

- ¿Quién?-, pregunté extrañado.

- Kalen, tu mujer. Te acompañaba en la misión. Y nos enviaba informes regulares.

- No conozco a ninguna Kalen. E iba yo solo en la nave a menos que cuentes al ordenador como alguien.

- Eric-, dijo preocupado-. El ordenador de la “Imsomnia” se estropeó hace veintiséis meses, por eso solo enviabais mensajes breves y no podíais hacer llamadas o enviar los resultados de vuestras investigaciones. Y si no fuese por tus constantes mensajes no…

- Te repito que no sé de qué hablas. Solo iba yo en la nave y lo único que hice fue cuidar de las cobayas y realizar los experimentos.

- ¿Qué cobayas? ¿Qué experimentos?-, dijo completamente extrañado. Iba a continuar cuando una voz lo interrumpió.

- ¡Señor, venga a ver esto!-, gritó alguien desde arriba, en el pasillo de la nave.

Fuimos juntos hasta el disco y caminamos hasta llegar junto a los soldados. Una luz parecía brillar desde sus cascos, pero sin iluminar nada en absoluto y señalando la puerta 13B, la abrieron con las armas en alto, apuntando a la cámara estanca que separaba el cilindro de la bodega despresurizada.

- Esa era Kalen, Eric-, dijo con voz queda y llena de estupor-. Lleváoslo arrestado y avisad a homicidios.

Bajé la cabeza mientras me inmovilizaban las manos tras bajar por la escala de acceso. Y mientras lo hacían miré a la derecha y vi que, aunque todos ignoraban a la joven de pelo ondulado que me acompañaba, ella me sonreía de un modo angelical.

- Hola, Kalen-, le susurré sonriendo.

Las lineas del cielo


El húmedo bosque se prolongaba en todas direcciones y no sería raro que empezara a llover de nuevo. El barro se extendía por todo el angosto camino y hacían que las gruesas ruedas del largo carromato fuese difícil de conducir. Así, no podía parar de azuzar y guiar a mis bueyes con la dura vara de cárdeno.

El fuerte sol que hoy relucía, no era capaz de atravesar las densas copas de los árboles y en el bosque reinaba un ambiente mucho más lúgubre que de costumbre. Pero pese a toda la oscuridad, aun podía percibir algunos pájaros volando entre las ramas del bosque y algunos pobres animales que huían asustados de mi ruidoso carro.

El camino hacía un brusco giro cerca de un pequeño claro, y allí sentado e iluminado por los rayos del sol que se colaban entre las ramas de las hojas, una figura baja y extremadamente delgada estaba sentada con las piernas cruzadas debajo de un cárdeno en floración.

Mi corazón casi revienta en mi pecho de puro miedo. Era un Fraile Errante sin lugar a dudas. Ataviado únicamente con una ligera tela oscura que lo cubría desde la cabeza hasta los pies y una cuerda que hacía las veces de cinturón era una de las peores visiones que podría esperar cualquiera. Entre sus manos enguantadas llevaba un largo y fino bastón de madera oscura, alto como un hombre, que aunque ahora descansaba sobre sus rodillas, podía moverse acompasadamente al ritmo de sus interminables mantras o desplegar su furia divina sobre los no creyentes.

- Que las bendiciones de los Potentados sean contigo, hermano -, dijo alzando ambas manos durante un instante y luego llevándose un puño a su pecho me extendió la mano con la palma abierta mientras comenzaba a murmurar un mantra en voz muy baja.

- Sin duda no soy digno de tal honor, honorable fraile -, dije con voz temblorosa mientras paraba el carro y me postraba ante él. Cuando volvió a bajar la mano me incorporé y pregunté -. Puedo ofrecerle un asiento en mi humilde carro si se dirige hacia Reluá, fraile. ¿Me honrará con su presencia?

- Sería poco juicioso el cargar a esos pobres animales con más peso del que ya acarrean-, dijo con su clara voz, mientras se incorporaba. Aunque la verdad es que sus pocas libras no se notarían apenas-. Sin embargo, sería yo el honrado al poder acompañar a un hombre que trabaja duro.

Nos pusimos en marcha hacia el pueblo de Reluá siguiendo el angosto camino y mientras lo hacíamos di gracias a los Potentados en silencio por el buen humor del fraile. Pese a todo hubiese preferido que me asaltasen, apaleasen y sodomizasen antes que viajar con un fraile. Había sido únicamente mala suerte el haberme topado con mi molesto acompañante, en esta estación casi nadie utilizaba ese camino, pero los Frailes Errantes estaban por doquier.

Durante toda la tarde caminamos juntos, ya que no me atreví a continuar sentado en el carro cuando el fraile se había negado a subir. Las horas se pasaron en un silencio solo roto por el constante ruido del bastón que marcaba el paso del fraile y el ritmo de sus rezos constantes con los que obsequiaba a cada piedra, árbol o animal con el que nos topábamos.

Anochecía ya y aún estábamos a cinco leguas del pueblo por lo que no podríamos llegar antes de que cerraran las puertas del portón con la puesta del sol. Tenía pensado llegar poco después de esta y dormir en la posada que había cerca de la entrada, pero el monje me estaba retrasando demasiado. Ya podía ver algunas de las más brillantes estrellas, cuando el fraile comenzó a pregonar con fuerza.

- ¡Malditos los Celestes! ¡Malditos los demonios que traicionaron a todos los Pueblos de la Fe!

- Ma… malditos sean, fraile-, murmuré aún algo sorprendido por su repentino cambio de humor.

- Moran en la Tiniebla Perpetua y acechan en las noches estrelladas. Sus taimadas mentes traman constantes iniquidades. Sus agasajos son sutiles, hermosos y su astucia no conoce límite. El frio fulgor de sus luces y moradas no conoce el calor de hermandad y la fe. En gélidas cavernas acechan la calidez de nuestros hogares…

Siguió recitando el Libro del Exilio durante todo el camino a Reluá y mientras lo hacía, su bastón comenzó a brillar cada vez más hasta iluminar el camino y las lindes del bosque como si aún el Sol estuviese en lo alto, comencé a sentir el calor que irradiaba y un hormigueo inquietante en la espalda y en mis brazos.

Caminamos cuatro horas más, acabando en una pequeña colina desde la que divisábamos Relua al otro lado del rio. Lo hicimos sin problemas ni tropiezos, pese a que el sol ya se había puesto y todo estaba oscuro. El bastón del monje no dejaba ver las hermosas estrellas con su fulgor, pero aún así, no era capaz de eclipsar el brillo perpetuo del Lucero Inmóvil, que siempre brillaba en el cielo, fuese día o noche.

- Paremos aquí, hermano -, dijo el monje mientras se detenía en un pequeño claro.

- Honorable fraile, contaba con llegar a la posada y allí alimentar a mis bueyes -, le dije con la esperanza de que no me hiciera dormir al raso.

- ¿Y qué te lo impide?-, dijo mientras hundía su bastón varios palmos en el duro suelo con solo un fuerte y rápido movimiento de su brazo-. Ya puedes ver el pueblo desde aquí.

- Ya ha entrado la noche y no podré ver nada del camino en esta oscuridad. Si me acompañara podría ahuyentar la oscuridad como ha hecho hasta ahora, honorable.

- Podría, si. Pero no lo haré -, dijo con calma mientras juntaba unas cuantas hojas bajo las ramas de un árbol. Cuando acabó, se incorporó y con una fría mirada y voz glacial me dijo-. No podrás entrar en el pueblo, y a estas horas hasta la posada habrá cerrado. Conmigo ninguna criatura que more esta tierra te atacará. Ya lo verás.

No tenía opción. Tembloroso detuve el carro cerca del árbol y dejé a mis bueyes tumbarse uno junto al otro mientras les daba el forraje que había traído por si acaso. Tendría que comprar más mañana en el mercado.

Me senté en una piedra y de una bolsa del carro saqué un par de tortas de viaje y un frasco de madera con licor que ofrecí al monje, que la rehusó con amabilidad diciendo que no tenía hambre ni sed y que fuese yo quien me alimentara. Con un ligero toque, hizo que el bastón apenas brillara, pero en cambio comenzó a emitir más calor. No necesitaríamos encender un fuego y podría mirar las estrellas.

- Veo que no temes a las estrellas y las miras con curiosidad-, dijo el fraile tras un rato.

- Si le puedo confesar la verdad, honorable, nunca me han preocupado. Mis temores son más inmediatos que los Celestes -, le dije bajando la cabeza y mirando al bastón donde se juntaba con el suelo-. Hace un año me preocupó la sequia que nos azotó. Hace unos meses las inundaciones de los campos de mi familia no me dejaron dormir por días. Y esta noche me preocupa que mañana no me paguen suficiente para comprar todo lo que mi familia necesita.

- Una actitud juiciosa… pero limitada. Hay cosas que aunque no se nos muestren abiertamente siguen suponiendo una amenaza -, aseveró mientras se llevaba una hoja a la boca y la masticaba con insistencia.

Durante un buen rato no dijimos nada y volvía mirar las estrellas, pero el brillo tenue del Lucero Inmóvil acaparaba toda mi atención, hasta que finalmente y sin saber muy bien si era por el licor que había bebido hasta ahora o por simple curiosidad dije:

- Fraile, usted está mucho más instruido que yo. ¿Conoce alguna historia para hacer algo más llevadera la noche?

- ¿Qué te parece la historia del Lucero Inmóvil? -, dijo distraído y más relajado e informal que durante toda la tarde-. Conozco algunas cosas de ella[1]. Por ejemplo, hace siglos se lo conocía como Lucerna. Las historias del la aparición de la Lucerna datan de poco después del Descenso, después de que los Potentados nos salvaran de la destrucción y nos trajeran a este sacro mundo. Por lo menos conocerás esa historia, ¿no?

- Claro, la oímos todos los años durante las fiestas de Lande, en el templo de mi aldea.

- Bien -, dijo complacido mirando hacia el Lucero. Y comenzó su historia.

En aquellos tiempos, la Lucerna no existía, y los Potentados vivían entre nosotros, nos protegían de todos los males e intercedían por nosotros ante el Buen Dios. Pero entonces una hermosa joven llamada Tremisia vio una larga línea blanca extenderse por toda la noche estrellada y embelesada, corrió tras ella. Cuando la alcanzó, un alto y musculoso joven, apareció en el campo y la joven se quedó prendada de su increíble belleza, de sus limpios y lujosos ropajes y sus imponentes alhajas.

Aquella tierna e inocente joven se acercó con curiosidad y al verla, el joven le sonrió y se acercó presentándose como Addon. Tras agasajarla con hermosas y dulces palabras, contemplaron las estrellas toda la noche, hasta que cuando comenzaba a amanecer, Addon se despidió y se elevó hacia los cielos de los que venía. La chica estaba radiante cuando volvió a escondidas a su casa y al siguiente atardecer y mientras tejía en su cuarto, volvió a ver una línea blanca en la creciente oscuridad del anochecer.

Esa misma noche volvió a salir, y no volvió hasta bien entrada la oscuridad con un hermoso broche regalo de Addon. A la siguiente noche pasó lo mismo, y a la siguiente y la siguiente más. Los regalos, aunque hermosos y valiosos, eran cosas sencillas que podían pasar fácilmente desapercibidas. Pero sus frecuentes salidas nocturnas no permanecieron mucho tiempo en secreto y sus padres preocupados y tras haber fracasado en sus intentos por controlar a Tremisia, acudieron al más cercano Potentado, una hermosa mujer llamada Letto.

Letto, tras oír la descripción de las salidas nocturnas se interesó rápidamente y la siguiente noche en la que Addon apareció lo observó desde lejos, permaneciendo oculta. A la mañana siguiente los padres de la joven quedaron consternados cuando les dijo que Addon, sin ninguna duda, era un Celeste. Pero pese a todo, no podía intervenir contra él, no se había comportado de manera incorrecta y no había obrado mal o con malicia. Es más, podría decirse que se comportaba mejor que lo harían los jóvenes de la aldea de la joven.

Sin embargo los padres no querían que siguiera viéndolo por lo que la encerraron contra su voluntad en la leñera de la casa y no la dejaron salir en siete noches. Todos aquellos días, al llegar el anochecer, el joven Addon llamaba a las puertas de la casa y, educadamente y con calma pedía hablar con Tremisia. En todas las ocasiones, los padres de la joven le pedían que se marchara, y este accedía con cortesía.

Pero durante la octava noche, harta de que los padres le negaran la entrada a aquel Celeste, la joven escapo y esperó a su amado en el campo donde siempre se reunían. Allí le suplicó que la llevara con él y le enseñara las maravillas de las que siempre le hablaba. Addon accedió y antes de que el cielo se oscureciera de todo la elevó por los cielos y la embarcó en un gigantesco navío con el que le mostró todo el mundo que conocía y más.

La llevó a las lejanas ciudades en las que residen los Celestes entre las estrellas, las maravillas y tesoros de los que le había hablado le fueron reveladas, llegando a experimentar los mayores placeres imaginables y depravados que los celestes pudieron concebir.

Pero los años pasaron y la juventud y vitalidad de la joven se desvaneció y Addon, siempre hermoso, joven y en la flor de la vida, acabó por cansarse de ella. La añoranza de la joven crecía cada vez más rápido y ansiaba con todas sus fuerzas volver a estar con sus padres y amigos, así que le pidió volver. Con una extraña sonrisa, Addon accedió y, en una noche estrellada, mientras volvían a contemplar el pueblo natal de Tremisia desde el Abismo, esta le pidió bajar una vez más.

Pero Addon se negó y le dijo, “Aunque de buena gana te dejaría aquí, jamás pisarás de nuevo tu tierra. Ya no puedes volver”. Y era cierto, los Potentados la habían exiliado negándole la entrada a su propia tierra. Lo hicieron para poder proteger al resto de nosotros de las depravaciones que ahora ocupaban su mente y de los horrores de la Tiniebla Perpetua que había contemplado. Así se lo hicieron saber, pero Tremisia, con lágrimas en los ojos no se dio por vencida y les rogó, suplicó el permanecer cerca de su mundo y que castigaran al culpable de su desgracia. Y los Potentados accedieron, así ni la “Lucerna”, ni su tripulación se podrá mover del lugar en el que estaba en ese momento. Por toda la eternidad.

En venganza y desde entonces, en algunas noches estrelladas y claras como esta, los Celestes de la Lucerna bajan a tierra y hacen pactos con los más avariciosos y confiados hombres o mujeres, entregándoles mercancías valiosas y exóticas, asegurándoles la prosperidad material a cambio de que les devuelvan los favores tal y como les demanden, como esconder a la persona que les indiquen o entregarles mercancías que soliciten.

Desde entonces se han dado casos como el de Tremisia, y muchos otros hombres y mujeres han sido seducidos y llevados a las ciudades de los Celestes entre las estrellas, mostrándoles algunas de las maravillas, tesoros y placeres de la Tiniebla Perpetua. Pero todo tiene un precio y mientras que los primeros solo pagan la tortura de mantener el secreto hasta la muerte, la amenaza de que les cobren los favores (y el terrible destino que pueden sufrir si no lo hacen), los segundos pierden toda posibilidad de salvación de su alma y de volver al hogar.

- Es una buena historia, fraile-, le dije mientras mi frente se perlaba de gotas transparentes, de puro terror y el sudor se deslizaba por delante de mi ojo.

- ¿Sabes cual es castigo para los que tienen tratos con los Celestes, hermano?-, preguntó gélidamente.

- No. No lo sé, honorable fraile-, repuse con voz temblorosa. Notaba como mi cuerpo temblaba sin control y mi corazón intentaba saltar de mi pecho.

- No te preocupes… hermano-, dijo señalando al cielo-. Creo que hoy no llegarás a tu réprobo encuentro con esos malditos.

Me giré rápidamente y vi la línea blanquecina que cruzaba el cielo hacia uno de los prados cercanos a Reluá. No tardé ni dos segundos en volver la cabeza, pero el bastón del fraile ya estaba en sus manos y me apuntaba con él. Cuando intenté levantarme, el resultado fueron tres rápidos y demoledores golpes en mis piernas y abdomen, que me dejaron postrado y retorciéndome de dolor.

El fraile se acercó al carro y, tocando la madera con su reluciente bastón, toda la mercancía para mis dueños y señores celestiales, estalló en llamas.

- Pronto conocerás el castigo y el justo suplicio en tus propias carnes, hereje -, dijo el fraile con desprecio mientras el bastón comenzaba a brillar hasta resultar cegador-. Y luego del suplicio, la redención del fuego y la purificación de la carne en tu descenso al Paraíso de los Potentados.



[1] En Lashés (el idioma local de Lasha), lo que se ha denominado como “Lucerna” o “Lucero Inmóvil”, siempre se ha considerado femenino en todos sus nombres, formas y variaciones. Además y pese a que el idioma ha evolucionado rápidamente en múltiples dialectos locales, esta tendencia no parece cambiar en ninguno de ellos.