La Cripta del Héroe Olvidado




 
La antorcha ardía frente a él, cegándolo con una luz vacilante y golpeando su rostro con un calor sofocante mientras descendía por aquella estrecha fisura hacia las insondables profundidades. Que Pallowen murmurara los Salmos del Descanso Eterno sin cesar no conseguía tranquilizarlo y esperaba, con su alma estremecida, que los antepasados y ancestros que moraban en las profundidades del Paraíso supiesen disculpar aquella intromisión durante el interregno de su muerte.
Tres días antes no hubiese sido capaz ni de imaginarse en una situación semejante. Durante aquella fría noche, una serie de sordos golpes en su puerta lo despertaron. Mientras bajaba corriendo por las escaleras con un candil en la mano, los cada vez más fuertes golpes amenazaban con echar la puerta abajo.
En cuanto hubo abierto la puerta, se quedó petrificado. Un décimo del Hacendado Herwetz permanecía erguido ante su puerta. Mientras la luz de su antorcha relucía sobre bruñido peto metálico, permaneció tras el hueco de la puerta y, sin tratar de entrar, gruño amenazante:
-  ¿Eres tú Pallowen el Yunque, hijo de Delinea de Trel?
-  Sí-, consiguió articular tras unos segundos de tartamudeos inconexos.
Sin mediar otra palabra lo condujo con firmeza hasta la sucia cocina de la casa. Detrás de él, sus diez soldados entraron con las manos en las empuñaduras de sus espadas. Su mujer, que había bajado a ver qué sucedía, no pudo contener un grito angustiado que rápidamente fue acallado por las fuertes manos de dos los rudos hombres.
Otro soldado se encaminó hacia ella, pero un fuerte grito del décimo los detuvo a todos casi de inmediato. Con un gesto le indicó que bajase y se uniese a su inmóvil marido, que ya se encontraba rodeado por cuatro de sus hombres.
No pasó mucho tiempo hasta que una sombría figura traspasase la puerta, haciendo que los soldados se llevasen rápidamente la mano derecha a la frente y se inclinaran con reverente temor. Los dueños de la casa tardaron algo más en realizar el saludo ritual, pero ambos intentaron compensar su dilación con una mayor profundidad y utilizando ambas manos para la ocultación del saludo. En cuanto recibieron la bendición del monje, pudieron alzar la mirada, aunque no lograron ocultar su temor.
Es imposible, para cualquier hombre normal al menos, contemplar el rostro tatuado de un monje sin sentir un temor irracional. Las  finísimas líneas plateadas que llenaban su piel parecen cambiar si se osa posar la vista en ella, formando dibujos y formas que una mente normal no puede entender.
La oscura capucha puntiaguda delataba lo que era, aunque gracias a ella conseguía ocultar la mayor parte de aquellas figuras antinaturales que cubrían su cara. Sus brazos reposaban cruzados frente a su pecho, ocultos dentro de las amplísimas mangas cerradas de su grueso y áspero hábito, cuyos raidos bordes arrastraba por el suelo.
-  No somos…- comenzaron a murmurar el herrero y su esposa, pero el monje los interrumpió de inmediato.
-  ¡Dejadnos solos! Llevaos a la mujer a la alcoba… e id en busca de sus cuatro hijas-, dijo el monje con su extraña voz rasposa-. Pero no las mancillareis o tan siquiera las tocareis. Si algo les sucediera, yo mismo extirparé nuestros bajos instintos antes de enviaros al Fuego Redentor.
-  Como ordenéis, venerable-, aseveró el décimo mientras su frente se perlaba de sudor.
En cuanto la mujer y los soldados hubieron subido al piso superior, el monje separó sus brazos y los utilizó para retirar la capucha de su testa. La pálida piel de sus manos estaba completamente cubierta por tatuajes de metal. Bellas y finísimas líneas entrelazadas que recorrían la piel de aquel monje, mostrando un diseño tan intrincado que apenas podía distinguirse bajo la oscilante luz de las velas.
La furibunda mirada del religioso lo fulminó, interrumpiendo la fascinación que sentía por aquel delicado trabajo. Las líneas de sus tatuajes parecieron oscilar sobre la piel del monje, blanca como la leche, recalcando la mirada furibunda que este le dedicó.
-  Soy Trenese, Abad de la Orden Frateca-, sentenció con una fuerte voz, que surgió de una boca en la que sus finos labios permanecían sellados.
-  No soy digno de estar ante tan ilustrísima presencia, padre-, gimió Pallowen temblando mientras comenzaba a arrodillarse.
-  Incorpórate y siéntate ante mí. Tenemos asuntos que tratar y no podremos hacerlo contigo arrodillado en el suelo-, dijo impaciente mientras tomaba asiento en la silla principal de la mesa.
-  ¿Qué asuntos puede traer a su ilustre persona a mi indigna casa?-, consiguió preguntar tras un prolongado tartamudeo.
-  Tú mera existencia es lo que me ha atraído, hermano-, dijo tratando de sonar afable. El abad se inclinó sobre la mesa y mientras sonreía, continuó-. Es posible que precise hasta la última gota de tu sangre.
Aún ahora, descendiendo por aquella estrecha grieta húmeda y oscura, seguía sintiendo un escalofrío al recordar aquellas palabras. Pallowen no era capaz de entender el porqué lo enviaban solo, porqué no les servía un soldado, un hombre virtuoso o incluso un beato. Pero el abad le había asegurado que tan sólo él podría llegar indemne hasta donde aquella cruzada demandaba.
Por los Ancestros Originales. Una cruzada. Los Potentados le habían impuesto una cruzada a través de sus cleros y siervos. Siempre los había venerado como una fórmula útil para tranquilizarse o para evitar que los beatos santurrones de la aldea no lo denunciaran a los inquisidores por ateísmo.
Pallowen ni sabía ni le importaba demasiado lo que le aguardaría en las profundidades del Paraíso tras su muerte. Aunque sin duda, ninguna persona desearía en modo alguno el tener que soportar el tormento de la purificación en vida, que una vista con los inquisidores garantizaría con toda seguridad.
Abandonado a aquellos pensamientos, llegó finalmente al final de la estrecha grieta por la que llevaba horas descendiendo y se encontró en una gigantesca caverna que lo sobrecogió. No por la belleza increíble de las columnas resplandecientes o por los fugaces destellos que emitían las rocas de la cúpula, sino por las imponentes ruinas que se extendían por las profundidades de la creación.
Con profundo y reverendo temor, caminó entre edificios ruinosos mientras cantaba a pleno pulmón todos los Salmos que conocía. Pero pese a sus esfuerzos, no conseguía tranquilizarse. Tras horas de difícil camino, su voz se quebró, acabando por acallarse y sucumbiendo ante el silencio que flotaba en aquel lugar.
Mientras avanzaba, mancillando con sus huellas la polvorienta superficie de aquel lugar, recordó el silencio que se había asentado a su vez entre el abad y él hacía tan solo unos días. Durante varios minutos se habían contemplado en silencio, dejando que las llamas de las velas oscilaran haciendo relucir levemente los tatuajes del monje. Tras aquella prolongada pausa, que a Pallowen le había parecido eterna, el abad extendió una de sus manos sobre la mesa y cuando la retiró, un pequeño anillo reposaba sobre la mesa.
-  Esta es la Llave-, sentenció seguro-. Es un antiquísimo objeto sagrado que espero que sepas tratar con la debida deferencia.
-  Es una bella joya, venerable-, mintió Pallowen. Aquella pieza resultaba decepcionante, incluso como adorno de un campesino. El trabajo de engastado era bueno, pero su plata estaba tan picada y apagada que bien podría ser cualquier otro metal. Lo único que podría merecer algo de atención en el anillo era la pequeña esfera de oscura piedra azul-. Pero, si disculpa mi profunda ignorancia, ilustrísima… ¿Cómo o qué abrirá?
-  Hermano, ese es uno de los misterios de los objetos sagrados. Requieren de la fe para que operen como ordenan los Potentados-, dijo poniéndose en pie-. Si tienes fe, sabrás cuando y como utilizar esta Llave. Cógela.
Pallowen estaba aterrado. En su fuero interno sabía perfectamente que no destacaba por su fe en los Potentados. Pero pese a ello, la joya había respondido. En cuanto la piedra engastada tocó su piel, comenzó a brillar con un fuerte tono azul celeste que iluminó toda la habitación. Asustado, la dejó rápidamente en la mesa y aquel brillo desapareció tan repentinamente como había comenzado.
Tras aquello no tuvo elección. No la había tenido nunca, en realidad. Apenas tuvo tiempo de despedirse de su mujer e hijas antes de que los soldados lo arrastrasen fuera de su hogar, obligándole a embarcarse en una cruzada que jamás había buscado o deseado.
El abad y los soldados lo acompañaron durante todo el camino hasta la capilla, durante el cual tuvo que escuchar las constantes narraciones de los antiguos escritos sagrados, que el abad parecía saberse de memoria. Durante los días de viaje, el mejor herrero de la región se vio reducido al papel de torpe estudiante, obligado a escuchar y memorizar desde relatos que se narraban a diario en cualquier templo hasta oscuros versos cuya existencia había ignorado hasta la fecha.
Para cuando la comitiva hubo llegado hasta la pequeña capilla, ya habían transcurrido varias jornadas y el sol no tardaría en ocultarse de nuevo tras el horizonte. Las viejas estatuas que rodeaban aquel templo aislado se encontraban en un estado deplorable y los recibieron indiferentes mientras pasaban entre ellas. Todas estaban peligrosamente inclinadas, desconchadas, rotas o sencillamente hechas pedazos, pero ninguna se salvaba de haber sido cubierta con el resistente musgo de la montaña.
Excepto una. Aquella estatua, de una piedra tan blanca que parecía resplandecer bajo la mortecina luz del anochecer, no tenía ni una mancha o desperfecto. Era de un hombre mayor, ataviado con la armadura de guerra de los Potentados Ancestrales. No obstante, aunque nunca había visto aquella cara en las manifestaciones ni las ceremonias religiosas, si la había visto con anterioridad. De hecho le resultaba muy familiar y podía verla de cuando en cuando, porque aquella cara, aunque marcada por la edad, bien podría ser la suya.
A la mañana siguiente, el abad había realizado una breve ceremonia de protección y bendición ante el altar de aquella capilla. Tras haber finalizado el servicio, y antes de entregarle el petate con las provisiones para su viaje, le dijo con solemnidad:
-  Nosotros no podemos continuar. Los ancestros acabarían con nosotros en el acto. Solo tú, nuestro cruzado, puedes encaminarte hasta las puertas del Paraíso y del Reino de los Muertos con alguna posibilidad de regresar. Ten cuidado, pues aunque los ancestros te permitirán pasar, no lo harán con gusto. Te hablarán en idiomas arcaicos que no comprenderás. Te mostrarán imágenes, tanto placenteras como terribles y tenebrosas, pero no temas, no pueden afectarte, así como tú no tampoco puedes afectarlos a ellos. Obtén la reliquia y vuelve sin demorarte para que pueda ser purificada-, dijo con serenidad. Tras unos segundos de silencio, prosiguió alzando sus brazos-. Que la bendición de los Potentados te acompañe y te guarde.
-  Por Su Graciosa Intervención vivimos y prosperamos-, respondió Pallowen antes de alejarse de la luz y adentrarse hacia las profundidades de la montaña.
Muchas horas después, y tras caminar hasta casi la extenuación entre aquellos escombros, se detuvo a descansar en un lugar que consideró seguro. Recostado contra aquella gigantesca columna de piedra, comió y bebió intranquilo. No soportaba la sórdida quietud que emanaba de cada rincón de las ruinas.
Mientras comía y dejaba que sus pies se recuperasen de la prolongada bajada, se sacó el pequeño saco de cuero que colgaba de su cuello y retiró el anillo que el abad le había entregado. Como en las otras ocasiones se iluminó de nuevo en cuanto la piedra tocó su piel, tiñéndolo todo con su luz celeste.
Por el rabillo del ojo localizó un lejano resplandor, que había surgido casi al tiempo que Pallowen se había puesto la joya. En la remota profundidad de la caverna un aura de luz, se reflejaba centelleando en las columnas y el techo, indicándole de modo obvio y efectivo, el fantasmal lugar que tenía que alcanzar.
Tras un profundo suspiro de resignación, Pallowen terminó con lo que quedaba de la fría y gruesa torta, empujándola en su boca con ambos dedos. Una vez se la hubo metido en la boca, se incorporó y continuó el camino mientras aún masticaba. Sabía que si se paraba a pensar en ello, su cuerpo se negaría a moverse.
Avanzó durante horas, deteniéndose de vez en cuando durante unos minutos antes de volver a dirigirse de nuevo hacia el resplandor azul, cada vez más cercano. Comenzaba a percibir tenues murmullos conforme se acercaba a su destino, pero no sabía si era su imaginación o los ecos del más allá, que conseguían filtrarse hasta el interior de aquella caverna desde las profundidades aún mayores del Paraiso.
El resplandor azulado surgía del interior de uno de los pocos edificios que no se habían sucumbido al paso del tiempo pasado en las profundidades. No solo seguía en pie, sino que sus solidas paredes de roca blanca no mostraban un desconchón o grieta, pese a que todos los que habían ocupado sus alrededores hacía tiempo que se habían transformado en montones de escombros.
Pallowen se detuvo frente a las puertas derrumbadas. Ya no le quedaban dudas, escuchaba palabras inteligibles, risas de mujeres, hombres hablando y otros ruidos que no era capaz de identificar. Le costaba decidirse a pasar y descubrió, muy a su pesar, que su cuerpo no le respondía. No cesaba de temblar y estremecerse, su abundante bello estaba erizado y sus dientes castañeteaban con un constante repicar sordo.
Se había paralizado y lo sabía, pero no podía permitirse el quedarse allí parado indefinidamente. El repentino recuerdo de su mujer e hijas, así como las veladas amenazas que el Abad había formulado durante días, volvieron a su mente armándolo de valor. Inspirando con fuerza, afrontó su temor y los murmullos fantasmales que se interponían en su camino y decidido, traspasó el vano de aquella puerta.
Ya en la primera sala los fantasmas de aquellas ruinas lo recibieron con total indiferencia. Figuras traslúcidas lo ignoraron por completo, agolpándose mientras murmuraban  apesadumbradas en un idioma que a Pallowen apenas reconocía. Tampoco parecía preocuparle los escombros que estaban dispersos por el interior de la sala, ya que los atravesaban como si no existieran.
Un hormigueo apareció repentinamente en su costado y horrorizado comprobó como una hermosa mujer había introducido accidentalmente uno de sus brazos en el interior de su cuerpo mientras hablaba despreocupada con otro espíritu. Pallowen aterrado se lanzó contra una de las paredes y allí trató de pensar, calmarse y evitar que el pánico se apropiara de él.
Tardó bastante, pero finalmente se dio cuenta que aquellos seres hablaban en Lashés Puro. Aquella antigua lengua solo podía ser utilizada por los nobles, pero su madre la conocía y se la había enseñado en secreto cuando no era más que un niño. Pallowen siempre se había preguntado el por qué una humilde costurera conocía aquella lengua, pero ahora resultaba dolorosamente obvio.
Observó con cuidado buscando cualquier indicio que le indicase la posición de la reliquia, pero desde aquella esquina no podía distinguir gran cosa. De repente, un profundo silencio se extendió entre aquellos espectros cuando un grupo de lo que sin duda alguna eran soldados bellamente engalanados, se materializó en el dintel exterior que había cruzado hacía unos pocos minutos. Cada uno de ellos ayudaba a portar orgulloso, con un brazo extendido en alto y el otro marcando el lento paso marcial, una sencilla camilla dorada donde reposaban los despojos mortales de un general de la antigüedad.
Entonces la vio. La reliquia que buscaba reposaba sobre el pecho de aquel cadáver traslúcido. Tal y como la había descrito el Abad, una piedra transparente y centelleante de cuatro puntas sobre una joya de extraño metal, cuya imagen ahora se alejaba sobre los brazos de aquellos orgullosos soldados, rumbo a la profundidad de aquel viejo monumento.
Trató de seguirlos, recordándose una y otra vez que nada podían hacerle, pero no fue capaz de adentrarse entre la multitud. El desagradable hormigueo que sentía cuando trataba de atravesar a los fantasmas le impedía avanzar y siempre lo echaba atrás.
Cuando la comitiva que portaba el cadáver atravesó una de las puertas ahora cerradas como si estuviesen abiertas de par en par, la multitud de espectros se disolvió progresivamente en la nada. Pallowen se quedó solo y por primera vez pudo ver las ruinas desnudas que lo rodeaban, ahora únicamente iluminadas por la luz azul de la reliquia que portaba en su dedo.
-  Por fin has llegado. Te percibo desde que entraste en la caverna.-, resonó desde todos lados una voz firme. Hablaba en Lashés Puro, de modo que a Pallowen le costó responder, aunque tras varios intentos consiguió expresarse en aquella antigua forma del idioma.
-  ¿Quién va? -,  casi gritó con voz trémula-. ¡Muéstrate!
-  Tranquilo, no tienes que temer. Nada puedo hacerte salvo, quizás, responder tus preguntas.
Una figura espectral apareció en uno de los antiguos pedestales, moviéndose apenas, miró directamente a Pallowen a los ojos, pareciendo examinar el interior de su alma.
-  ¿Reconoces esta imagen?-, preguntó con una voz que surgía de todos lados, no de los inmóviles labios de aquella figura.
-  Si…  es al que portaban los soldados antes-, respondió intentando contener el tartamudeo de su voz- ¿Eres tú?
-  Soy todo lo que queda de su ser en este mundo. Pero solo soy una parte insignificante-, resonó la voz por doquier al tiempo que la figura se inclinaba en una leve reverencia-. Y tú has de ser un descendiente directo de ese hombre, puesto que solo uno de ellos podría haber traspasado indemne las lindes de esta caverna. ¿Qué te ha traído a la cripta de tu ancestro?
-  Mi nombre es Pallowen y vengo en busca de un objeto sagrado que ha sido corrompido-, dijo con sinceridad. El abad le había ordenado que no respondiera, pero algo le decía que sería mejor no ignorar a aquel ancestro errante-. El Abad Trenese me ha enviado a por ella para que pueda ser purificarla.
-  Aquí no hay objetos sagrados, y desde luego nada ha sido corrompido, Pallowen, descendiente de Miwel-, dijo. La cara de aquella representación seguía rígida y orgullosa tal y como la de la su estatua del exterior, pero la voz sonaba como si contuviese la risa-. No obstante, si has llegado hasta aquí, eres el heredero legítimo de todo lo que aquí encuentres.
-  Busco la joya que reposaba sobre su pecho. La piedra reluciente de cuatro puntas que El Único Dios Verdadero le entregó por su valor. La reliquia gracias a la cual fue capaz de derrotar a los Demonios sin alma que los Celestes enviaron contra nosotros-, rememoró con una súbita arrogancia, alimentada por el valor que aquellas palabras le habían insuflado-. ¿Dónde se encuentra?
-  La joya de cuatro puntas a la que te refieres es la Estrella de la Federación Invicta, que reposa en las profundidades de la Cripta, sobre los restos de aquel al que se la otorgaron por sus desmedidos esfuerzos-, dijo la voz con seriedad. La figura transparente mostraba ahora sobre su pecho una versión fantasmal de la reliquia, que pese a la curiosidad que sentía, Pallowen no se atrevió a examinar de cerca-. Pero mucho me temo que lo que has dicho no se ajusta a la verdad.
-  ¡Esa es la reliquia que necesito y que está corrupta! ¡No oses difamar las enseñanzas del Libro del Éxodo!
-  No sé lo que está escrito en dicho libro. Es posterior a mí. Sin embargo si sé lo que pasó durante la vida de Miwel, puesto que tengo sus recuerdos almacenados. Si lo deseas, puedo mostrártelos y enseñarte cómo, quién y por qué le entregó lo que tu llamas “reliquia corrupta”.
Sin esperar el consentimiento de Pallowen, la sala recuperó la belleza de antaño iluminándose con un esplendor fantasmal que apenas dejaba entrever a través de sus brillos, la fría decadencia de sus ruinas. Ya no estaba vacía y cientos de personas se agolpaban con ropajes elegantes, pero de aspecto algo gastado, y múltiples joyas de tosca confección.
Mientras aquel herrero convertido en cruzado avanzaba intentando evitar tocar los espectros que poblaban ahora aquella sala, casualmente logró ver en un lugar de honor a un Miwel anciano, pero aún así vigoroso y a muchos de los Potentados Ancestrales, tal y como se mostraban en las imágenes y esculturas de los templos.
Pero lo que llamó poderosamente su atención fue la presencia de diez altivos seres en un lugar de honor junto a los Potentados. De extraña apariencia, sin tratar de ocultar sus elegantes, extraños y evidentemente nuevos ropajes, destacaban como lo que en verdad eran: Celestes.
-  La Estrella le fue otorgada a Miwel cuando este ya estaba en Lasha, varios años después de que la guerra contra los Demonios Desalmados hubiese llegado a su fin-, narraba el fantasma solo para los oídos de Pallowen-. Se la entregaron los gobernantes de la Federación, a los que tú llamas Celestes, por ayudarlos a derrotar a un enemigo común desatado imprudentemente por algunos Potentados décadas antes.
-  ¡Blasfemo!-, gritó con una profunda ira incontenible. No era muy religioso, pero aquella voz atacaba sin piedad todo lo que creía conocer. Las visiones que le mostraba apoyaban sus declaraciones, deshaciendo sus convicciones y lo que le habían enseñado desde niño como si no fuesen más que nubes en un día de verano-. ¡No es más que una mentira! Los Benditos Potentados jamás harían tal cosa.
-  Estás viendo lo que sucedió. Tal y como pasó-, dijo la voz escuetamente mientras la ceremonia comenzaba-. Si no crees lo que ven tus ojos, no es mi problema.
Durante varias horas, aquel fantasma del pasado obligó a Pallowen a contemplar la aburrida ceremonia y el baile posterior. Ver comer, beber y bailar a aquellos seres, muertos hacía tanto tiempo, le hizo rugir las tripas y molesto, sacó una torta de viaje que comenzó a masticar mientras los fantasmas lo traspasaban de cuando en cuando, causándole el inquietante cosquilleo cuando lo hacían.
Vio una y otra vez, con profundo dolor en su alma, como Miwel, los Potentados y los Celestes hablaban y reían juntos. Vio como la célebre, virtuosa e inconfundible Letto, potentada de las doncellas puras y a cuyo sacerdocio había prometido a una de sus hijas, bailaba coqueteando con descaro con uno de los atractivos celestes. Finalmente también vio con pesar como dos de aquellos celestes, de evidente aspecto marcial y que portaban sobre sus pechos Estrellas idénticas a la de Miwel, hablaban y reían con este como si fuesen viejos camaradas de armas.
-  ¿Por qué me has mostrado eso, Espectro?-, preguntó abatido Pallowen en cuanto la fiesta hubo llegado a su fin y los ecos de esta se disiparon en la oscuridad de la caverna.
-  Porque si quieres obtener la Estrella, tienes que conocer la historia que hay tras ella.
-  No me has mostrado su historia. ¡Me has mostrado una mentira!-, gritó furioso mientras trataba de permanecer cuerdo ante aquel ataque a las enseñanzas de los religiosos-. Si quieres que te crea muéstrame como luchó contra los demonios. Muéstrame cómo, si no fue gracias a una reliquia sagrada, venció a los Monstruos sin Alma que amenazaron a todos los hombres de la Existencia.
-  No los venció solo, de eso no hay duda alguna-, dijo sin aparentar enfado alguno-. Comandó a millones de soldados, que dieron sus vidas con arrojo.
-  ¿Entonces él no luchó?-, preguntó con una súbita decepción que no pudo ocultar-. ¿Fue como uno de los hacendados? ¿Un cobarde que se escudaba tras una montaña de soldados?
-  Si qué luchó, pero no ganó la Estrella por luchar con sus manos y ver morir a…
-  Entonces muéstrame cuando luchó contra ellos ¡Necesito verlo!-, insistió tercamente Pallowen.
La voz accedió y tras guiarlo por muchos pasillos hasta una sala en las profundidades del edificio, le mostró los recuerdos de su vieja vida. Pallowen vio a un Miwel que no tendría más de quince años, igual que los compañeros con los que avanzaba.
 Todos caminaban nerviosos. Miwel murmuraba una oración que su descendiente no fue capaz de comprender. Otro manoseaba compulsivamente un pequeño y tosco rosario que tenía atado en torno a su muñeca. Otro temblaba en silencio mientras las lágrimas se deslizaban incontenibles por su mejilla aún imberbe. No cabía duda alguna. Aquellos chicos se dirigían a la batalla y estaban aterrados.
Durante horas Pallowen no pudo sino contemplar, con estremecida fascinación, el horror más puro y descarnado. Nada le ahorró el espectro de Miwel de sus memorias, recreando para él un infierno tras otro, rememorando imágenes de batallas que habían sucedido hacía más un milenio. Pallowen vio como sus ancestros se enfrentaban juntos a los demonios y escuchó, aunque pocas veces entendía la totalidad de las palabras, como maldecían las “aberrantes máquinas heréticas” que habían creado.
Monstruos de pesadilla surgían sin previo aviso ante sus ojos, sin poder alcanzarle era cierto, lo cual no evitó que temblase de miedo y llorase de pavor. Sin embargo, por mucho que le aterraran, no podía  dejar de mirar aquellas extrañas y heroicas gestas contra los demonios.
Vio esqueletos de reluciente metal, horribles bestias con infinidad de patas que se movían por pura hechicería demoniaca. Nubes de tormenta se cernían sobre barrizales y cenagales, asfixiando, quemando o derritiendo la carne de los desdichados hombres con los que se topaban en su camino. Bolas de fuego y de luz aparecían sin cesar por doquier mientras los hombres luchaban en colosales murallas, más altas que cualquier montaña que aquel herrero hubiese visto en su vida.
Fascinado, Pallowen contempló desde la perspectiva de su ancestro, como un día todo el horizonte pareció convertirse en luz, el mismo día en el que gigantescas armaduras negras descendieron de los cielos para perseguir a los demonios, aniquilándolos sin piedad alguna. Una de aquellas se posó frente a Miwel y tras unos segundos, un celeste de aspecto rudo surgió de su interior para estrechar la mano del ancestro de Pallowen.
Durante días seguidos observó con fascinación como Miwel seguían luchando, ora en las murallas, ora frente a ellas, o incluso en el infinito páramo que se extendía más allá de ellas, llevando la destrucción a los demonios. Pallowen luchó por permanecer despierto mientras observaba como el tiempo de su ancestro transcurría como en un suspiro. Contemplaba como aparecían cada vez más arrugas en el rostro de Miwel, como enormes heridas de combate cicatrizaban y el abundante pelo negro se convertía en un ralo cepillo blanco como la nieve.
El descendiente de semejante hombre contempló, con cierta tristeza, como del grupo original ya solo quedaba Miwel y como este huyó a un lugar del que volvió convertido en oficial. Volvió cambiado y comandó con habilidad, primero a unos cientos y más tarde a decenas de miles de muchachos, sin que el más mínimo atisbo de duda cruzara su rostro al mandarlos a afrontar muertes casi seguras.
Tras muchas jornadas sin apenas salir de la sala, le mostró lo que no podía ser sino el final de la guerra. De pie junto a su ancestro, Pallowen contempló como la luz del día estallaba bajo las rocas de las montañas, antes de que una ola de tierra y escombros se alzase hasta el cielo. Poco después, los ahora ejércitos de Miwel, entraron inmisericordes en el mismísimo hogar de los Demonios.
Entre aquellas imágenes veía a potentados y celestes, luchando unidos, curando a los hombres… derramando la sangre que, tal y como pudo ver Pallowen, era tan roja como la suya.
Pallowen no era un estúpido. Aquellas imágenes y las conversaciones que contenían no tenían resquicio alguno. No como las historias de los monjes, llenas de paradojas, parábolas y ejemplos estériles y contradictorios. Estaba seguro que lo que aquella voz surgida de la nada no le mentía y solo le mostraba una verdad objetiva y descarnada.
Tras haber contemplado las memorias de su ancestro, Pallowen caminó hasta la cripta, donde encontró su tumba. Retiró con un enorme esfuerzo la tapa labrada de piedra blanca y contempló el esqueleto de Miwel, que lo observaba ataviado con los ahora deshilachados ropajes que había visto en las imágenes de su entierro.
Sobre su pecho, brillando con la misma luz azulada que salía de la Llave que el Abad le había entregado, relucía y destellaba la Estrella. El espectro de su antepasado aseguraba que no era más que una joya valiosa, pero tras contemplado los horrores a los que se había enfrentado su dueño original, Pallowen la consideraba algo sagrado. Incluso más que antes.
Contempló la joya sin atreverse a tocarla. En el centro de una placa de un extraño metal se hallaba bellamente engastada una gloriosa piedra preciosa, de dos pulgadas de lado, perfectamente transparente y que albergaba una esfera de luz azul y verde. En esa esfera, lo que era evidentemente un mapa, relucía entre los cuadrados que cubrían la  superficie de aquel orbe.
Sabía que no podía entregarle la Estrella al Abad, ya que en cuanto la tuviese en su poder haría todo lo posible por destruirla. Pero ahora que sabía que la supuesta corrupción no era más que la simple verdad. Una verdad que toda su vida había supuesto y cuya confirmación amenazaba a su mujer, hijas y a sí mismo. La verdad de que los potentados no eran más que hombres y no poderosos seres enviados por el Único Dios Verdadero.
-  No puedo volver con el Abad-, dijo Pallowen tras un buen rato-. Tiene que haber otras salidas ¿No es cierto, Honorable Antepasado?
-  No sé si seguirán accesibles, pero originalmente había veinticuatro accesos a esta ciudad desde la superficie-, le respondió la voz de ultratumba de su ancestro.
Pallowen se encaminaba de nuevo hacia la caverna, tras dejar la tumba sellada de nuevo y la Estrella de la Federación reposando intacta sobre el pecho inerte de su legítimo dueño. Antes de poner un pié fuera de aquel edificio blanco, agachó la cabeza con toda la ceremonia de la que fue capaz y se despidió de aquella voz que tanto le había enseñado.
-  Ha sido un honor compartir los recuerdos que almacena la Estrella-, respondió la voz de Miwell, que resonó con fuerza en la lujosa entrada. Esta se llenó de nuevo con una gran multitud de espectros, que esta vez lo miraron expectantes unos segundos antes de inclinarse con reverencia y desvanecerse en silencio.
Lo que días antes le habían parecido ruinas deprimentes y lúgubres ahora aparecían ante sus ojos iluminadas por la sempiterna luz celeste de su anillo, mostrándole una belleza ancestral que antes no había sido capaz de apreciar.
El ascenso por la nueva gruta fue complicada, teniendo que luchar de cuando en cuando, contra la errática corriente de uno de los riachuelos. Pero aquella dificultad lo animaba, pues sabía bien que el agua tenía que venir de algún sitio. Cuando finalmente surgió de las profundidades de la tierra, lo primero que vio fue la Lucerna reluciendo inmóvil sobre las lejanas montañas, y lo segundo el extraño grupo que surgió de la nada cerrándole el paso.
Pallowen se encaminó de inmediato hacia la gruta pero dos hombres se interponían ya en su camino. Ataviados con extrañas armaduras y objetos que únicamente podían ser armas, parecían haber surgido de la nada y bloqueaban el camino por donde había pasado unos pocos segundos antes. Aterrado tuvo que seguirlos sin oponer resistencia y no pasó mucho hasta que llegaron a lo que, sin duda alguna, era una de las abominaciones con la que los Celestes descendían de los cielos.
Sin darse cuenta comenzó a murmurar por lo bajo uno de los salmos de protección, pero no consiguió llegar ni a la mitad del primer verso. Lo sabía vacío, falso e insustancial, carente de toda utilidad. Un celeste, ataviado con elegantes, aunque extraños ropajes, surgió del interior de aquel alargado objeto y de inmediato lo saludó amigablemente y con corrección, tratándolo como si ambos fuesen iguales.
-  Espero que mi escolta no te haya asustado-, dijo despreocupadamente en un perfecto Lashés sin acento alguno.
Pero antes de que pudiese continuar, Pallowen consiguió superar la impresión inicia, arrojándose sobre la hierba y la tierra del prado. Arrodillándose ante ellos y humillándose mientras su frente y su pelo se manchaban con el barro húmedo, les rogó a aquellos seres humanos tan poderosos que rescatasen a su familia, que se encontraba retenida y amenazada por la guardia del hacendado.
El celeste lo miró dubitativo, cerró los ojos durante unos segundos, como si meditase, y en cuanto los abrió, una fugaz sonrisa cruzó sus labios antes de aceptar.

¿Por qué estás aquí?



¿Y tú por qué estás aquí?
Es una pregunta que tarde o temprano se escucha en nuestra profesión. Pocos somos los que nos dedicamos a este trabajo durante más de un par de años y muchos menos los que lo convertimos en nuestra única profesión.
No siempre se escucha la misma respuesta, por supuesto, aunque como sucede con la música, siempre hay temas principales que, aunque tengan variaciones más o menos interesantes, se repiten una y otra vez.
La primera vez que me hicieron la eterna pregunta estaba en una pequeña nave de rastreo recorriendo un sistema triple sin nombre, mientras la nave nodriza nos esperaba en su lenta órbita. Buscábamos asteroides con un perfil mineral específico, lo cual solía descartar a muchos candidatos y dejar mucho tiempo libre entre análisis y análisis.
No recuerdo si fue el piloto o el ingeniero de la nave, pero sí recuerdo como uno de ellos me asaltó a traición durante una de las comidas. También recuerdo la respuesta que ofrecí: una insulsa y estúpida concatenación de tópicos, frases hechas y absurdas ilusiones.
No me extraña que se riesen de mí durante toda aquella órbita. Me lo tenía merecido y rápidamente preparé una nueva versión para contar en las siguientes ocasiones. Ahora comprendo aquellas risas y si escuchase a un novato decir lo mismo que yo, también me reiría con ganas. Tal vez sería el que más fuerte lo hiciera.
Así que, cuando escuché la respuesta de aquella diminuta chiquilla, supe sin duda que era diferente. No solo era que apenas hubiese dejado atrás la adolescencia o que en sus ojos ardiese el fuego del navegante[1]. Era sencillamente que tenía una respuesta única a la pregunta.
“Solo para llegar al lugar donde he de estar”, revelaba siempre que surgía el tema. Por mucho que insistiésemos nunca explicaba a que se refería con tan criptica frase y, cuando uno de los tripulantes novatos intentó resolver el enigma con una respuesta filosófica, esta lo atajó de inmediato alegando que no se refería a aquello en lo más mínimo.
Nuestros viajes mineros son largos, lentos y aburridos, por lo que la tripulación se convierte en una familia en la que todo acaba pasando. A pesar de los meses de burlas, chistes y bromas a costa de la novata, todo acabó simplemente por quedar reducido a un chiste entre la familia que ya éramos.
“¿Falta mucho para llegar?” quedó rápidamente convertido en una frase que relajaba cualquier ambiente tenso, transformándolo en un pequeño coro de sonrisas o en algunas ocasiones, de amistosas carcajadas. En las ocasiones que Dauci la escuchaba, simplemente parpadeaba un par de veces con rapidez y seguía su camino. Aunque en ocasiones, cuando se dignaba en responder, te observaba con sus ojos multicolores durante unos segundos y luego respondía con toda naturalidad:
-  Aún no he llegado. No sé cuánto me queda. Y la verdad es que no me importa.
Así finalizaron los veinte meses que duró nuestra expedición minera por aquel sistema baldío. Las capturas habían sido buenas, lo que hizo que varios de nosotros fuimos promovidos por la empresa y ascendidos de categoría en nuestras evaluaciones. Mientras, nuestra nave permaneció en el dique estanco de los astilleros y todos nosotros nos tomamos unas merecidas vacaciones.
Personalmente no me molesté en mantener el contacto con mis compañeros, nunca lo hacía, y durante mi visita a aquella esfera simplemente me dediqué a descansar y relacionarme con lo que el resto de los seres humanos consideraban sociedad. Para mí tan solo era un tumulto sin fin de problemas, generalmente nimios, absurdos o que no me importaban en lo más mínimo.
Por eso pensaba que Dauci habría entrado en algún ciclo superior de formación o que habría acumulado suficiente experiencia para poder acceder al destino y el trabajo que deseaba. Sería lo más normal en alguien de su edad. Pero ella no era como cualquier otro.
En cuanto volví a bordo no tardé en descubrir que, tras haber sido promovida y aumentar su categoría, la empresa la había asignado como ayudante de cartografía. Mi ayudante.
-  ¿Sigues buscando ese lugar tuyo? – recuerdo haber preguntado, mientras estrechaba su antebrazo.
-  Aun sigo buscando. No sé donde está, pero tengo buenas sensaciones con este viaje-, me respondió con una sonrisa complacida.
Partimos del concurrido astropuerto, donde habíamos atracado para reaprovisionarnos, y nos dirigimos de inmediato fuera del plano orbital, buscando alejarnos de las concurridas cercanías de los puertos. Los nuevos miembros de la tripulación se integraron con facilidad y aunque los compañeros ausentes se echaban de menos, el buen humor reinaba en las salas comunes. Mucho antes del primer salto, en toda la nave ya se respiraba de nuevo un ambiente de grata familiaridad.
La expedición transcurría como era habitual. En cuanto llegamos al sistema binario que la empresa nos había asignado, identificamos los cuerpos principales y tras la habitual corrección de órbita, comenzaron las operaciones. Cómodas lanzaderas de rastreo batían con sus sensores las órbitas  asignadas, los laboratorios y ordenadores de la nave principal no cesaban de procesar los datos que recibían y, de vez en cuando, las naves de captura se dirigían a la caza de un asteroide o fragmento errante lo suficientemente valioso o denso como para justificar el espacio que ocuparía en la bodega.
Nuestra bodega estaba casi llena, mucho antes de lo planeado, cuando lo detectamos. Habíamos entrado muy alto por el plano, tratando de obtener la mejor perspectiva del sistema, así que la corona solar de una de aquellas estrellas había logrado ocultar al pequeño planetoide.
Tenía una órbita retrograda casi perpendicular al plano, tan inusual que la mayoría de la tripulación pensó al principio que era una broma. Comprobar más tarde que su órbita era una excéntrica espiral decreciente ya no sorprendió a ninguno, aunque el descubrir que aquella roca se adentraría en una de las coronas solares para luego consumirse en el corazón de la estrella mayor, si nos apenó en cierto modo.
Nos apenó porque, en los primeros análisis de aquel diminuto planeta errante de poco más de tres mil kilómetros de diámetro, ya detectamos inmensos depósitos. Estaba lleno de metales pesados, lantánidos, actínidos y elementos exóticos de tal complejidad y en tal abundancia que, según las coloridas palabras que se oyeron en la sala, bien podrían abastecer a cien Federaciones durante milenios.
Pero nada podíamos hacer con semejante tesoro. En unas pocas décadas se perdería en el plasma de la estrella, las bases mineras que se necesitarían tardarían años en ser operativas y la dureza ambiental limitaría enormemente las operaciones. Con semejantes condiciones apenas se lograrían extraer suficientes recursos antes de tener que abandonar aquel lugar como para que compensara el esfuerzo.
Mientras todos nos quejábamos, lamentándonos de aquella fortuna desperdiciada, Dauci se afanaba en su estación. Observando los cada vez más detallados gráficos orbitales, creaba y modificaba simulaciones una y otra vez, canturreando como siempre hacía durante sus guardias. Pasaron horas sin que se dignara a responder, nada inusual en ella, la verdad. Pero en cuanto finalizó sus cálculos, alzó la vista y nos llamó a todos mientras sonreía exaltada.
-  Chicos, vamos a mover un mundo con nuestras manos. Lo arrancaremos del pozo donde ha caído y lo colocaremos en el cielo otra vez-, casi llegaba a gritar con el incontenible entusiasmo que la embargaba mientras zarandeaba un puño desafiante. Y con una sonrisa de pura arrogancia en su joven rostro, exclamó-. Por fin he llegado a donde he de estar y no pienso dejar pasar esta oportunidad.



[1] Fuego del navegante. Se trata de la denominación común para un rasgo genético recesivo que, por una serie de características vinculadas, comparten unos pocos pivum. Se manifiesta con un iris inusual en el que la combinación de los colores: rojo, ámbar y avellana, junto con su disposición con forma de llama que parte desde la pupila. Esta característica proporciona una sensibilidad específica a la luz que resulta muy útil para localizar estrellas y cuerpos celestes.